Darle paz al cuerpo

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Columna de Catalina Infante Beovic, editora, escritora y una de las dueñas de Librería Catalonia.




Paula.cl

La primera vez que sentí vergüenza de mi cuerpo fue en la adolescencia cuando una amiga colombiana, cuyo padre trabajaba en una marca de lencería, me regaló mi primer sostén. Lo comencé a usar feliz porque entendí que eso era algo que usaban las grandes, pero mi entusiasmo se acabó cuando caí en cuenta que no tenía la anatomía (ni la tuve nunca) para rellenarlo. Esa diferencia en relación al resto de las mujeres me hizo sentir incómoda. Apenas tuve la oportunidad le pedí que me consiguiera un sostén con barba y relleno y me olvidé del asunto para siempre. Eso hasta hace unos meses atrás cuando decidí tirarlos todos a la basura y me prometí no volver a usarlos. Pero no quiero adelantarme: tengo once años y mi primer aprendizaje en torno al cuerpo es que no es suficiente y no lo será nunca. Desde ese primer acto en adelante mi cuerpo y yo nos disociamos en una batalla sin ganadores.

Las cosas no mejoraron después. Cuando entré en la adolescencia me crecieron las caderas. Mis compañeras me lo hicieron notar como si fuera un pecado mortal porque (fui a un colegio cuico-francés) cadera ancha igual gordura. Así comencé una lucha absurda por intentar reducirme y llegar a ese modelo de cuerpo europeo, yendo obviamente en contra de mi genética. Otra vez mi cuerpo no era suficiente. Como funcionan las cosas con la psiquis, después de un tiempo logré desafiar mi ADN y convertirme en una mujer de caderas un poco más angostas. Mantener ese estándar eso sí significaba para mí estar todo el tiempo controlando mi ingesta calórica, y que al más mínimo indicio de crecimiento me entrara un pánico horrible por volver a lo que el mundo dicta como incorrecto: un cuerpo normal. Resumiré diciendo que todos mis 20 estuve reprimida por esa dictadura corporal. Claramente era una situación insana, pero como la gente en general solo te hace cumplidos cuando te ven delgado, yo lo asumí como algo correcto.

Un día pensé: si mi cuerpo fuera otra persona, yo sería su peor enemiga. Nadie lo juzga, le exige y lo restringe tan violentamente como yo. Intenté recordar cuándo había iniciado esta batalla absurda por entrar en una horma que no me corresponde y se vino a mi mente esta escena con mi amiga colombiana. Sentí nostalgia de la época anterior a esa, donde los preceptos culturales todavía no nos contaminan, donde el cuerpo es simplemente lo que es: la materia perfecta y libre a través de la cual existimos y nos desarrollamos en esta vida. Me pregunto qué pasa en el camino que nos disociamos de esta manera. Converso con amigos y amigas, veo la tele, la publicidad, las redes sociales, observo a la gente que ejerce algún tipo de liderazgo hoy: todos llevan alguna batalla con su cuerpo, ya sea por la gordura, por la edad, por la moda, por la genética, por los rasgos, por las proporciones. Todos intentamos calzar el cuerpo dentro de un traje ajeno, nadie nos enseña a estar en paz con él.

Ahora sí, retomo la escena: un día mi cabeza hace clic en este absurdo, voy a una tienda, me compro petos deportivos y tiro todos los sostenes con barba y relleno a la basura. También dejo de estresarme por retener mi peso, simplemente me preocupo de alimentarme bien. Mis caderas se ensanchan, pero en vez de sentir pánico me compro una talla más grande de pantalón y me olvido del asunto. También me olvido de la gente que siempre te hace comentarios sobre tu cuerpo, como las abuelas, los ex y las amigas de mierda. Compruebo lo siguiente: por qué no hice esto antes. Mi tórax nunca estuvo más relajado, nunca mi forma de caminar soltó tanto su tensión.  Mi cuerpo lo agradece, logra descansar, toma su espacio adecuado, se amolda a las dimensiones que necesita para estar feliz. Para representar simplemente lo que soy: una mujer normal, real, adulta, sana. Y en paz, sobre todo en paz.

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