Lo que Shakira calló

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Martes, semana corta, tarde-noche reservada para ver a Shakira, una promesa que le hice a mi hija de 10 años hace meses. Será su primera experiencia musical masiva, su primer Nacional.

Si es cuestión de confesar: Shakira me entusiasma tanto como la kermesse del colegio de mi hija, a la que íbamos sagradamente en sus primeros años escolares para comprobar cada vez con mayor certeza que nada de lo que ahí se nos ofrecía resultaba interesante, ni a mí ni a ella. Consumo desatado, música apabullante, comida chatarra y anuncios de marcas por todas partes invitándonos a usar sus jockeys y a jugar con sus globos. Decidir que aquel evento anual no era para nosotras fue una liberación. Y el caso de Shakira, su música, es así porque si bien resulta atractiva como un vestido de lentejuelas destellando en la pantalla de la tele, cada vez que le doy la oportunidad termina expulsándome, igual que el evento infantil.

Pero un concierto es otro asunto. Tiene esa mística que solo se respira en los lugares donde se juntan miles de fanáticos, esa energía que hace ebullición al momento de apagarse las luces y encenderse el escenario. Nada hay más espontáneo que el grito enardecido de un fan cuando siente que su artista fetiche lo mira a los ojos. Y Shakira, bueno, Shakira es la reina latina del pop, pero con aura de rock, a pesar de que cada vez se la ve menos con la guitarra colgada al hombro.

Así que ir a verla al Nacional era un panorama también para mí. Por el show, pero sobre todo porque iba a presenciar la primera vez de mi hija. Quise regalarle la emoción que sentí yo en 1989 al pisar la cancha del Nacional para ver a Rod Stewart, un artista del que poco sabía, pero eso daba lo mismo; que se veía del tamaño de una pulga, pero eso daba lo mismo. Y observarla a ella a sus tiernos 10, con su chaqueta de jeans, su trenza y su fascinación caminando por Grecia a paso acelerado para llegar a tiempo, sorteando carabineros, revendedores, merchandising, y gritar juntas al entrar, justo al momento en que Shakira pisa el escenario… no tiene precio (o mejor digamos que sí lo tiene y es carísimo. Y que alguien haga algo porque ver música en vivo está costando más que en Nueva York).

Con respecto al concierto, tengo dos lecturas. La primera es emotiva: una hora y media de abrazos y tarareos desafinados y bailes saltarines con mi hija que no paró de sonreír. Un éxito rotundo. La segunda es cerebral y lapidaria: un desastre. Más allá de los problemas de sonido y de lo pobre del show, Shakira no dijo nada. Bailó como una diosa, lució su inverosímil cuerpo juvenil y no tuvo nada más que decir que esto: Los extrañaba, gracias por permitirme estar acá. 1, 2, 3 veces. Nada más. No sé, eres latinoamericana, eres mujer, desciendes de árabes, te gustan los animales, alguna causa tendrás para enarbolar. El mundo se autodestruye y tú te paras frente a 65 mil personas sin nada que decir.

Me pareció triste, sobre todo porque alguna vez Shakira tuvo contenido. De hecho, cuando era morena escribió una canción sobre el aborto llamada "Se quiere, se mata", que figura en su primer disco. Algo pasó en el camino, y eso también es triste porque habla de mansedumbre, de sometimiento, de colonialismo, de patriarcado. Y no tengo nada contra su lado rubio y sensual. Que refriegue su trasero en la cámara y se estruje las pechugas bailando como lo hizo aquel martes en el Nacional, todo bien; pero que diga algo, por la cresta.

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