Una infancia sin notas

Carolina-Pulido



Como madre de una niña de nueve años hay un ítem que no para de rondarme, que aparece en mis pensamientos cada vez que ella se instala frente a la tele a ver una de esas series adolescentes con besos con lengua, o cada vez que baila/perrea un regaetton espantosamente ordinario: la infancia está durando demasiado poco. Y no me gusta. Y lucho contra el fenómeno con todas mis escasas herramientas de mamá criada en el siglo XX: retardar la llegada del celular personal, incentivar el juego y fomentar que viva su niñez con la liviandad de un cuento de Papelucho. Esto último quiere decir sin estrés. Quiere decir curiosidad, inocencia y libertad. Así que me rebelo contra la moda del niñoadulto y contra el exitismo que comienza en la etapa escolar. Creo que a los 6, 7 o 10 años los niños no necesitan tanta información ni tanta noción del deber. Que tienen toda la vida para eso, que incluso la costumbre de rendir pruebas debería estar ya en retirada porque se sabe que no es un método eficaz a la hora de aprender.

Por suerte el tema se está instalando cada vez más en la agenda mediática y me siento cada día menos sola cuando los apoderados del colegio de mi hija opinan sobre la función de las tareas o sobre las notas. Ahora, un nuevo proyecto de ley -ya despachado en el Congreso- apunta precisamente al asunto de las notas en el primer ciclo de básica. Plantea, al fin, eliminarlas, desterrar el aura de los sietes y los fantasmas de los tres de la existencia de nuestros hijos para que temas como la competitividad y la estigmatización dejen de figurar a edades tempranas.

Pero también con un objetivo sustancial: que aprendan y que disfruten aprender. Y entonces una piensa: esto es como las farmacias populares. Llevábamos tantos años haciendo las cosas mal (o permitiendo que otros nos dijeran cómo hacerlas) que ni siquiera nos habíamos planteado que podía haber otra solución.

Si eres niño y debes pasar cada día 8 horas en un lugar, lo mínimo que puedes pedir es que ese lugar sea acogedor y entretenido. Vas ahí a aprender, se supone, pero en realidad vas a descubrir el mundo, a forjar lazos de amistad, a conocer más de ti mismo. A los 8 años no deberías cargar un pesado maletín lleno de libros, no deberías escuchar cada día de tu vida a un grupo de adultos disertando en monótono ni llegar a tu casa a las 5 de la tarde (lo que viene también es revisar la jornada completa). Y sin tiempo para jugar porque la exigencia dicta seguir en modo colegio para hacer tareas.

A pesar de que todos los años es igual, sigo sorprendiéndome cuando llega la temporada de rankings de colegios. Dos pruebas nacionales (Simce y PSU) parecen determinar el éxito o fracaso de un establecimiento, ya que la prensa publica ediciones especiales con toda la información al respecto, que es devorada por padres deseosos de que sus hijos sean los mejores. Los top 20 prácticamente no admiten nuevos alumnos, están siempre copados y hace poco nos escandalizamos al descubrir que ya prolifera el negocio del training preescolar, para asegurar que el niño pasará el examen de admisión a sus cortos 3 años.

Obsceno, como tantas cosas que vemos todos los días por estos lados, solo que esta vez se trata de nuestros hijos. El nuevo proyecto de ley busca eliminar el Simce, quitándole más carga punitiva al sistema. Es un avance, pero debemos exigir más. Queremos niños felices, niños sin estrés y sin presión exitista, que vivan su niñez hasta la edad en que realmente acaba, y ojo, que no llega solo hasta cuarto básico, como plantea el proyecto. ¿Qué tal si sacamos la voz y decimos NO a la moda del niñoadulto?

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