Christina está de vuelta

La rockera española, banda sonora de Chile en los años noventa con el disco Que me parta un rayo, reaparece con nueva placa: Tu labio superior, una ráfaga de amor y odio de alto voltaje. Desde entonces su kilometraje contabiliza 45 años, un matrimonio con el escritor Ray Loriga, dos hijos, un divorcio, varios discos semiunderground en inglés y cero arruga o kilo de más. ¿Cómo tan bella? Maldita sea.




Se dice de ella en Madrid que es como una película francesa con banda sonora inglesa. Tiene algo de ángel rubio perverso que hace rock –y pop, grunge y folk– a los 45 años que ya tiene y que, físicamente, parecen diez menos. Christina Rosenvinge es de esas bellezas raras, como de pacto, que duelen. Que dan envidia. Que dan miedo. Como de pacto.

Tu labio superior, su nuevo disco, habla de amor, dolor y distancia. En los videoclips Christina sale escalando, de noche, una malla altísima con la agilidad de una gata o arrastrándose sensual e irónicamente por el piso, a los pies de un pelafustán. El disco y los videos han revolucionado a todos los medios de comunicación en España. A Christina la persiguen como a una celebridad y la fotografían a hurtadillas jugando con sus dos hijos, Willem y Kay, en la Plaza de Oriente acompañada de su amigo, el actor norteamericano de origen danés Viggo Mortensen, protagonista de El señor de los anillos. O exprimen su divorcio del escritor Ray Loriga quien, según comentó la prensa rosa, la dejó por una modelo de pasarela.

La cantante dice que esa traición ya no le duele, pero que le dolió. Dice que se murió un pedazo de ella y resucitó otro. Que está viviendo una post adolescencia, disfrutando del egoísmo, aprendiendo de la soledad. Dedica varias noches a la semana a realizar pequeños conciertos en librerías y garajes madrileños y en locales de pueblos. Su disco lo distribuirá Warner en Latinoamérica; por ahora se puede comprar en amazon.com y escuchar algunos temas en myspace.

Hoy, Christina suena fuerte, pero se le había perdido la pista desde los años noventa. En pleno 2001 aterrizó en Manhattan y se internó en el under neoyorquino. El 11 de septiembre tenía cita para grabar uno de sus discos en inglés en el estudio de Sonic Youth, cuando parte del motor de uno de los aviones que se estrellaron contra las Torres Gemelas cayó frente a la puerta del local y todo quedó en escombros.

–Pensé que era la Tercera Guerra Mundial– dice hoy al evocar el atentado. Ese día permaneció tapándose la boca de horror.

Partió a donar sangre, pero en el camino se enteró de que no habían sobrevivientes y que su sangre danesa no servía de mucho. Por la noche escribió una canción comparando a las moles destruidas con los dientes de una persona destruidos de un puñetazo feroz.

–Así fue. La ciudad alegre en la que yo vivía se convirtió en un velatorio sin fin– describe.

Al tiempo, regresó a Madrid. Con dos críos a su haber, puso la cabeza y el corazón en la tarea de educarlos con austeridad y un sentido del orden que ella no tenía. Su música quedó en pause. Hasta ahora.

Además de cantar, escribe regularmente de música en Vogue. Lee las cartas que Chéjov le escribió a una bailarina rusa. Escucha al oscuro Nick Cave y se fabrica poleras Prada dibujando la marca con un plumón.

Ahora estamos en una librería de su barrio. Antes de entrar, Christina camina por los adoquines con unas ballerinas con forma de laucha. Lleva anteojos oscuros. Arrastra un bolso tan negro como su blusa de gasa. Entra y la agasajan con bolitas de chocolates. Bebe café a sorbos lentos. No fuma. No se exalta. No se inmuta.

–Hace poco me vi hablando en la televisión y me di cuenta de que soy más nórdica de lo que creía. Mis amigos siempre me molestan por eso: que soy tan seria, tan contenida, tan nórdica. Yo no me lo creía hasta que me vi desde fuera, comportándome como una nórdica.

Su madre es danesa. Su padre es un inglés que se hizo danés cuando Hitler invadió Dinamarca. La familia emigró pronto a Madrid para vivir bajo la dictadura de Franco.

–Mi padre era al revés que el común de los mortales: no huía de las dictaduras, las buscaba. Cuando murió Franco se le partió el corazón y quiso irse a Chile para ampararse bajo la dictadura de Pinochet. Para él, buscar los regímenes autoritarios era una manera de rebelarse contra su padre, que perteneció a la resistencia danesa contra los nazis.

¿La idea de Chile quedó como un mito o vinieron a vivir con Pinochet?

Ésa fue una de las pocas veces que mi madre se plantó frente a mi padre y le dijo: "Ni hablar de Chile, si hay que irse, te vas solo".

Qué miedo tu padre.

Era el típico padre de familia que muchos chilenos y españoles podrían tener: conservadores, tradicionales, que juegan un rol de hombre –de súper hombre–, que afortunadamente está en desuso.

De niña, Christina era muy flaca y muy tímida. "Yo me encontraba feísima, aunque ahora miro mis fotos y veo a una niña linda. Tenía muy pocos amigos, pasaba mucho tiempo sola, soñando. Quería ser pianista, pero mi mamá dijo que no cabía un piano en casa y me metió en clases de ballet. Bailé durante 14 años hasta que decidí que mi cuerpo no era tan flexible ni atlético y lo dejé.

¿Cuánto duraste en tu casa familiar?

Poco. No había un ambiente muy favorable para hacer nada. Me fui a los 17 años por primera vez. A Japón. Volví y me volví a marchar ya para siempre.

A Japón se fue con un contrato como modelo. Nunca más le pidió un peso a su padre. A la distancia, la relación con él se volvió más fácil.

–Me hice modelo precisamente para hacer música sin tener que pedirle permiso a nadie– expone la rubia que a los 15 años tuvo su primera banda musical de inspiración mod, un movimiento cultural basado en la moda y la música londinense.

De vuelta de Japón se fue a vivir a una casa compartida. Era la época de la movida española y, a través de su hermana mayor, se contactó con escritores malditos y músicos frenéticos. En esas vueltas conoció a Ray Loriga, de quien se separó hace tres años, después de 15 juntos.

–Un divorcio es una crisis grandísima. Es una muerte, pero también es un nacimiento. En un momento en que tenía la vida muy encarrilada debí de nuevo establecer reglas de vida. Al principio me hizo sentirme muy desvalida, pero luego todo lo contrario: vivir sola me hizo sentir muy independiente y sentí que me salía mucho más fácil que antes hacer cosas. Hay que ser positiva: cada vez que la vida te quita algo, te da algo nuevo.

¿Qué te dio el divorcio?

Libertad. Estoy conforme con haberlo decidido. En principio, cuando estás con alguien, es mejor criar a los hijos a medias, pero no tiene sentido mantener la estructura tradicional a toda costa. ¿Para qué?

¿Cómo cambió tu vida desde que tuviste niños? Dejaste de sonar musicalmente un buen rato.

Ése es un conflicto muy actual. Es algo que nos pasa a todas las mujeres en este momento. Los hombres todavía ceden muy poca parte de su territorio para el cuidado de los niños. Las mujeres queremos seguir trabajando como hemos hecho siempre, pero cuando llegan los niños, si no tienes ayuda, no te queda más remedio que ralentizar. Ellos te necesitan en ese momento. La solución es que tanto hombres y mujeres sacrifiquen parte de su tiempo y ambición profesional para dárselos a los niños. Que no caiga el 100% en uno sino mitad y mitad.

¿Por qué le podría hacer bien a un hombre cambiar pañales?

Un hombre tiene mucho que ganar. La relación con los hijos se vuelve muy estrecha y, para un hombre moderno, eso es muy gratificante. Aparte, no ser la persona que tiene todo el peso económico en una familia es liberador. Saber que puedes fallar, alivia. Yo lo he vivido en mi matrimonio con Ray: he llevado el tren económico durante muchísimos años. Para un hombre, saber que no depende todo de él económicamente, es la libertad, porque no tiene que tener un trabajo que no le guste ni sacrificar su vocación por sacar adelante a una familia, si es que hay dos para hacerlo.

¿A Ray esto no le afectó en su autoestima?

No sé. Yo he sido particularmente afortunada con el tema económico durante muchos años, lo cual me permitió tener hijos y hacer música que no se vende en ninguna parte del mundo. Me podía permitir ese lujo. Nunca he dependido de nadie, al contrario, he podido cobijar a los que estaban a mi alrededor. Es una cuestión de suerte. Si no la tienes, tienes el mismo derecho a vivir de lo que haces aun si lo que haces no genera dinero.

Es decir, no fue un problema para él.

En una pareja nunca deberías sacar lápiz y hacer cuentas.

Madre anárquica

A partir de ahora, ¿cómo es un mundo feliz para ti?

Un mundo simple: el verdadero lujo es tener justo lo que necesitas, cuando lo necesitas. El problema es saber qué necesitas (Se ríe. Bebe más café. La espuma del cortado se fija en su labial rojo).

¿Cuánto necesitas para estar bien?

He tenido la suerte de tener una educación muy luterana en ese sentido. Me educaron teniendo muy poco. Cuando he tenido dinero, en lugar de derrocharlo, he intentado plantarlo para un futuro sin complicaciones. Realmente –más allá de las preocupaciones de cualquier persona– nunca he tenido mucho problema con el dinero. Cuando tienes demasiadas cosas, las cosas te poseen a ti. Hay que tener lo justo, lo que necesitas. No puedes tener más de una casa, tienes que pensar si realmente necesitas un coche y ver que no tengas que gastar tu energía en cuidar tus cosas.

Esa educación de la que hablas, ¿consistía en tomar té sin azúcar o en ponerle poca carne al caldo? ¿En ese tipo de cosas?

Sí. También en tener un solo par de zapatos para invierno y verano, por ejemplo.

¿Esa austeridad la practicas en tus niños?

No tanto. En el caso de mi familia de origen era porque en la época les resultaba de esa manera. Ojalá yo fuera más sólida como madre. El defecto que tengo es que la anarquía que rige mi vida se refleja en cómo soy como madre. Se me dan mejor las cuestiones de fondo que las de superficie. Establecer horarios y disciplinas me cuesta bastante.

Háblame de la superficie. Por ejemplo, ¿le cambia el final a los cuentos muy crudos?

En mi hogar semidanés nos leyeron mucho a Hans Christian Andersen, y yo pienso que es devastador para niños pequeños. Sí, cambio los finales.

Uno de tus niños, Willem, tiene el nombre de personaje de La reina de las nieves.

Precisamente ése es un cuento que acaba bien. No como La cerillera (La pequeña vendedora de fósforos), que acaba terrible. Si lees este cuento a un niño que recién empieza a vivir, no le hará nada de bien. La miseria y podredumbre humanas le afecta mucho. No es que no la tenga que ver, tiene que verla, pero es mejor mostrarle primero la belleza antes que la fealdad del ser humano.

¿Qué has aprendido de los niños?

Los niños te convierten en una persona adulta. Si no los tienes, no das el paso.

¿Qué te marcó a ti cuando eras niña?

Cuando las niñas daban vuelta la cuerda para que yo saltara cantaban: "Me quiero casar con una señorita que sepa planchar, que sepa cocinar, que sepa las tablas de multiplicar". Yo oía esa canción mientras saltaba y ya entonces me parecía injusto. ¡Lo que quieren los hombres es un ama de llaves! En casa me decían: "Tienes que poner la mesa". Y yo no ponía la mesa si mi hermano no la ponía también. Lo tenía frito. Llegaba la paga semanal y a él le daban más plata que a mí, porque él tenía que invitar a las chicas. Y yo decía: "Y yo ¿qué? Me tengo que prostituir para que me inviten?". Eso me marcó mucho. Y me hace protestar hasta hoy.

Dice que los hombres no caen ni han caído rendidos a sus pies. En el colegio los tipos salían corriendo de su lado por "rara", porque le interesaban cosas que a nadie más le importaban, como la literatura y la música extranjera.

¿Dices que tu belleza actuó como un cuchillo de doble filo?

Puede ser un arma que juega en tu contra. Pero me parecería absurdo quejarme. Me ha jugado más a favor, aunque siempre cuesta un poquito más que te tomen en serio. En un mundo que depende mucho de la apariencia, no sólo para las mujeres sino que ahora también para los hombres, la belleza es un don.

¿Te gustan los hombres feos e inteligente o tíos muy chulos que no traen un duro, como decías en esa vieja canción de tu disco Que me parta un rayo?

Ni uno ni otro. Ningún hombre inteligente es feo. Los hombres inteligentes se sacan partido. Lo mismo que las mujeres inteligentes son más atractivas. Mucha gente que es aparentemente guapa cuando adquiere movimiento o cuando habla, pierde mucho de atractivo.

Como la cirugía estética, que en vez de arreglar –a veces– empeora a la gente.

No hay normas. Tampoco me parece muy mal que gente para quien es muy importante el físico o que tiene un complejo con una parte de su cuerpo, se opere. Así se democratiza la belleza. No es algo que te tiene que venir de estirpe sino que cualquiera que lo desee, a su manera, lo puede tener. Lo que está en crisis son los valores: a qué cosas les das importancia en esta vida. Ahora existe un conflicto entre apariencia y solidez, entre lo aparente y lo real. La gente pone más energía en aparentar que en tener. Se aparenta, más que se persigue, la felicidad. Se confunde una cosa con la otra, en el mundo hipervisual en el que vivimos. Hay que volver a la solidez, en todos los sentidos. Hace falta lo real. Podemos vivir con muchísimo menos de lo que tenemos y la vida real, la que realmente importa, depende de cosas muy pequeñas que tienes al alcance de tu mano. ¿No crees?

Y entonces, Christina, acaricia al perro de una amiga que acaba de entrar al café-librería. Le traen más bolitas de chocolate. Un mesero pregunta si queremos más café.

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