Dice Alejandro Zambra

Bonsái, la novela de Alejandro Zambra (34) se va a convertir en película. Lo hará bajo el lente de Cristián Jiménez, el mismo que recibe elogios por Ilusiones ópticas, ahora en cartelera. Esto es una primicia. Lo estamos contando aquí. Lo cuenta Zambra, quien también dice que entre leer y escribir prefiere leer, que le gusta fumar en las escalinatas de la Biblioteca Nacional y que tiene un miedo inconcebible a la ceguera. Se lo sopla a Leila Guerriero, periodista y escritora argentina, quien en estas páginas recoge lo que Zambra dice.




Que nació en Santiago. Que, cuando tenía dos meses se fueron a Valparaíso y luego a Villa Alemana, con su papá, pionero de la computación, y su mamá, por entonces dueña de casa, y su hermana mayor, Ingrid. Que sus primeros recuerdos son de allí, de Villa Alemana: una casa grande, arrendada, donde había un piano ajeno en el que intentó, muchas veces, colar los dedos por debajo de la tapa para probar el sonido: para saber cómo sonaba. Que escribió su primer poema a los ocho años.

Que, aunque en su casa no había libros, él leía: que su padre juró que nunca faltaría dinero para libros. Que tocaba la guitarra. Que era un buen guitarrista a los diez años. Que ahora toca la guitarra como un niño de diez años. Que en el Instituto Nacional se volvió un lector voraz. Que compraba libros en San Diego y los leía en los bancos del paseo Bulnes, en los que pasó mañanas perfectas con, por ejemplo, Obra gruesa, de Nicanor Parra, entre las manos. Que siempre fue sociable, aunque callado, y que los sentimientos que predominaban en su adolescencia eran la incertidumbre, la alegría y la curiosidad. Que todavía hoy le parece abrumadora la inocencia a toda prueba que arrastraba —que arrastrábamos, dice—, por entonces. Que trabajó desde los quince como junior. Que su familia tomó mal la noticia de que iba a estudiar Literatura, porque estudiar Literatura parecía un desperdicio. Que estudió Literatura para leer, para ser profesor, pero no para escribir. Que no quiso, no quería ser escritor.

Que si ahora tuviera dieciocho estudiaría japonés y no literatura. Que siempre —antes, ahora— quiso ser rockero. Que hizo una presentación con una banda, Ariadna y los Cautiverianos, en un recital de Álvaro Scaramelli. Que el público los recibió con calidez pero que cree que eso se debió, probablemente, a que la vocalista, su polola, aquella noche se veía preciosa. Que fue cartero, que fue bibliotecario, que fue telefonista, que corrigió textos ajenos. Que estudió Filología en Madrid y que no le gustó Madrid, pero que ahora se da cuenta de que entonces le echaba la culpa —a Madrid— de cosas de las que él era el único culpable —de las que yo era estricto culpable— dice.

Que, de regreso, en Chile, rodeado de cajas todavía, apareció mudanza, su poema. Que lo escribió en una semana, que corrigió muy poco, casi nada. Que fue como una ráfaga. Que le teme enormemente a la ceguera. Que, antes de perder los ojos, preferiría perder las piernas, los dos brazos. Que padece migrañas y colon irritable, y que esas cosas le enseñaron lo de siempre: que todo puede estropearse de pronto, sin motivos. Que en LUN aprendió mucho, casi todo. A escribir —si es que he aprendido, dice—, a bajar el moño, a tirar piedras, también a recibirlas. Que el acto de escribir le gusta menos que leer.

Que lleva a un diario para no responzabilizar a los demás de las cosas que le pasan. Que, si fuera presidente, obligaría a todo el mundo a hacer lo mismo: llevar un diario, nunca publicarlo. Que en la lectura busca salud: salud. Que no sabe cómo, ni cuándo, escribió la primera frase de Bonsái —"Al final ella muere y él se queda solo (…)"—, y que no supo que le gustaba hasta mucho —mucho— tiempo después. Que pensó que Bonsái jamás sería la película hasta que vio Ilusiones ópticas, de Cristián Jiménez, y que entonces Cristián Jiménez le pareció la persona indicada para convertir a Bonsái en la película. Que no piensa meterse en el guión. Que ya sabe qué dirá cuando se estrene: que la película es mucho mejor que la novela. Que a veces, en los viajes de trabajo, por efecto del alcohol, se pone alegre, y canta. Que eso le parece realmente vergonzoso. Que fuma. Que le gusta fumar en las escalinatas de la Biblioteca Nacional. Que para escribir no sirve pensar que ya se ha escrito: que siempre se escribe por primera vez. Que lo peor de escribir es volverse impenetrable —estar ahí, pero no estar— y la ansiedad, y la resaca. Que si hay un libro al que regresa buscando imágenes, palabras, ritmo, tono, ese libro es Cómo es, de Samuel Beckett. Que si hubiera, en lo que escribe, algo de Péter Esterházy, o un dos por ciento de Cómo es, su felicidad sería completa. Que escribir no es buscar un estilo sino obedecer a una tensión, a un deseo incontrolable.

Que le da miedo lo que vendrá. —Pero te aseguro —dice— que cuando te digo esto no estoy pensando en la literatura—.

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