Bosque Quemado

Recientemente ganadora del Premio Jaén de Novela 2007, esta obra formará parte de la colección literatura Mondadori de Random House. Para 2008 se anuncia su publicación en Chile. Aquí presentamos en exclusiva un extracto de la novela de Roberto Brodsky.




Paula 1185. Sábado 20 de octubre de 2007.

Mi padre viene de la habitación ya vestido. No hay nada que decirse, creo. O ya está todo dicho. Bebe el café, mira la hora, atisba el exterior todavía incierto y comenta: "Muy bien", para luego ponerse de pie y alistarse a salir. Me siento como una señora española en un drama de García Lorca. Sólo me falta una pañoleta negra en la cabeza.

–Vuelvo a la tarde –dice él.

–Claro, aquí nos vemos –respondo.

Sale y se detiene un instante bajo las luces del parquecito comunitario que permanecen encendidas como por equivocación en medio de un escenario dormido. Sólo entonces parece reparar en el extravagante horario que se ha impuesto a sí mismo para ser el primero en llegar a las puertas del hospital, ubicado en la zona norte, al otro extremo de la ciudad, pero su orgullo puede más y sigue adelante hasta perderse de vista tras la pequeña loma que se dibuja al medio del parque. Su resistencia a utilizar un servicio de taxi no es tanto económica como moral: despojado de su automóvil por presión familiar, y luego de una seguidilla de cuasi accidentes en que puso en riesgo su vida y la de los demás, ahora mi padre insiste en trasladarse todas las mañanas hasta el barrio Recoleta como un ciudadano de a pie. No se trata de una figura retórica sino de un afán realizado con persistencia maníaca, como si la larga caminata matutina por la ciudad diera prueba de su determinación a manejar su vida por un curso autónomo a la conjura de los hijos que

han pretendido arrebatarle su reino, empezando por la confiscación del caballo.

Sentado en la mesa, pienso que debiera vestirme rápido y seguirlo hasta certificar que ha llegado a su destino, pero es una reflexión tardía, modelada por la sospecha y la culpa, de modo que permanezco con la vista perdida, repasando mentalmente el trayecto que ha de estar haciendo mi padre sin que la sospecha se aclare ni que amaine la culpa. Está próximo a cumplir ochenta años y se nota fatigado. No rendido pero sí inconmovible, saludable y rígido a la vez, como un cuerpo activado por piloto automático que reproduce gestos y rutinas sin detenerse en los detalles, o al revés: distraído en movimientos inmediatos que olvidan su función. Es la edad, me digo. Remonto la noche de su ruptura con la actriz de teatro Noh, voy y vengo pero no logro medir cuánto pudo haberlo afectado anímicamente la disolución del proyecto japonés en la casa del cerro. Quizá el ensimismamiento es un proceso que viene de más lejos y tiene su origen en la asombrosa precariedad que atacó sus circuitos de sinapsis durante los años de perro que pasó en Lechería. No sería tan raro después de todo. Había tolerado demasiado, aunque tampoco la apariencia de paz recobrada duró mucho al volver a Chile, y desde la euforia del primer reencuentro se había deslizado con bastante rapidez hacia la trampa del país esquivo. Prohibido en los hospitales y universidades donde siempre había ejercido, durante un largo período mi padre se había dedicado a atender en una consulta privada, empleándose luego en un servicio de unidades coronarias de urgencia que se deslizaban a toda velocidad y a las horas más insólitas por la ciudad, hasta que la situación se compuso y pudo reincorporarse al hospital de la universidad que consideraba su casa, acaso la única que subsistía después de todo. Y allí estaba ahora, simulando ser el mismo director jefe de veinte años atrás, llegando el primero en las mañanas y antes incluso de que el portero abriera las puertas de Avenida La Paz, dando los buenos días pero resintiendo internamente la progresiva fatiga de material, como la base de un puente que ya ha cumplido su cometido y cede a los sucesivos embates, deshielos y aluviones, anticipando un desenlace de barro perfectamente predecible a la sola vista de los perfiles bioquímicos que acababa de realizarse por recomendación de un colega.

Faltaba poco para que recuperara su departamento de calle Suecia, o era lo que él me aseguraba, y recuerdo haberlo acompañado una tarde a la clínica para recoger los exámenes. Se acercó al mostrador, exhibió su comprobante y recibió a cambio un sobre blanco con el membrete institucional y los resultados que se guardó en la chaqueta no sin antes mirarlos al sesgo, con premura y un leve alzamiento de las cejas. No necesitaba consultar a un especialista para formarse una opinión clínica sobre los elevados índices prostáticos y la presencia excesiva de cristales y proteínas que se acumulaban insidiosamente en el flujo sanguíneo.

¿Fue entonces cuando encendió el motor del automático? Misterio, pero entretanto yo sigo sentado en la ignorancia como un condenado que espera con los ojos vendados la claridad inminente del día por donde mi padre se ha ido con su maletín de trabajo.

Repaso su trayecto y el mío, ciego a las cronologías, tal como debe ocurrir cuando se espera oír la orden de disparo después de una vida que termina a las cinco y media de la mañana, cuando de pronto la evidencia surge con una nitidez espantosa de entre el sonido de las bolsas plásticas que ha dejado repartidas y la luz de vela colmando la madrugada. Inquieto, me incorporo y voy hacia el ventanal que da sobre la enredadera y el camino de piedras dibujando un zigzag en dirección a los estacionamientos. Ni rastros de su partida. "¿Por dónde andará ahora?", me digo en voz alta, y ya no me siento una viuda en un drama de García Lorca, sino el mismísimo príncipe Hamlet buscando al fantasma de su padre en un moderno condominio de Santiago. "¿Dónde está mi padre?", repito angustiado, y quiero vestirme rápido y salir a buscarlo, consciente de que se trata de un mero reflejo defensivo ante la claridad amenazadora del día y su terca rutina de vecinos molestos.

Miro hacia afuera. Las luces del parquecito comunitario continúan encendidas bajo la pujante claridad del amanecer. No hay movimiento en el living de los felices. Voy y vengo, y noto que las ampolletas crudas bañan el espacio exterior con un halo tristísimo, un halo de inutilidad que se expande como un rocío amarillo en el intervalo de luz mixta, sobre la impureza de esta hora que se incorpora mientras todo va quedando a la vista, desnudo y blanco alrededor, como si un fuego súbito estallara en el área de estacionamientos y avanzara, implacable, cruzando el parque por donde él se ha ido. "Soy su escudero", me digo; eso es lo único que importa. Entonces permanezco quieto, impertérrito a los sentimientos de venganza que cruzan mi visión con un tufo vagamente achocolatado, y luego me sereno, ajusto mi ira al papel secundario que me corresponde en la hoguera que mi padre ha desatado en este duro amanecer. Yo soy su cuidador, me repito; siempre lo he sido. Ésa es la única razón por la que sigo de pie ante el cristal, seguro y expectante del acontecimiento que nos reunirá de vuelta en un aeropuerto o en una playa, al interior de un bosque en La Floresta o en el extremo de un muelle podrido en la costa de Lechería. Aquí donde estoy me encontrará, murmuro como si un fuego abrasador cabalgara hacia la ventana. Lo mejor es conservar la posición. Y apenas me muevo mientras me voy quemando.

"Ni rastros de su partida. '¿Por dónde andará ahora?', me digo en voz alta, y ya no me siento una viuda en un drama de García Lorca, sino el mismísimo príncipe Hamlet buscando al fantasma de su padre en un moderno condominio de Santiago. '¿Dónde está mi padre?', repito angustiado, y quiero vestirme rápido y salir a buscarlo, consciente de que se trata de un mero reflejo defensivo ante la claridad amenazadora del día y su terca rutina de vecinos molestos".

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