La mujer que barre

Sandra Ponce estaba deprimida. Su pasaje en San Ramón se veía igual que su ánimo: sucio, feo, desgastado. Un día decidió salir a barrer y no paró hasta transformar toda la cuadra: destapó las veredas, pintó las paredes y construyó un jardín bajo la pasarela que antes era un microbasural. En 2013 ganó el premio Mujer Impacta por recuperar espacios públicos y generar lazos en la comunidad. Esta es la historia de cómo una mujer transformó la pala y la escoba en la insignia de la cohesión social en su barrio.




Paula 1177. Sábado 4 de julio de 2015.

Hay tres hombres que se fueron de la vida de Sandra Ponce (49). El primero fue su marido, con quien tuvo a sus cuatro hijos mayores, que un día partió al norte prometiendo más oportunidades para la familia y nunca regresó. El segundo, padre de su quinta hija, se cayó en un curso de rescate en alturas y un par de meses después murió con los 62 puntos en la cabeza que lo habían dejado con movilidad reducida. El último, y el más importante, fue su padre, quien murió de un infarto.

En 2010, con el peso de las tres partidas encima, Sandra cayó en una depresión profunda. Estaba ida de su cuerpo, zombi de una vida que ya no le hacía sentido. Dejó de trabajar en su negocio de camisería de lujo, botó las revistas de moda que tanto le gustaban, los discos de Cat Stevens con los que cosía en su taller. Pasaba las tardes sentada en la entrada de su casa, pegada en el asfalto, con la mirada perdida en los recuerdos de cuando ella era joven, guapa, y caminaba por ese pasaje con sus tacos altos, con el traje impecable de dos piezas, a vender sus camisas hechas a mano al centro de Santiago, con sus cuatro cabros chicos, dos en cada mano. Una Sandra fuerte, decidida, segura de que saldría adelante. Pensaba en cómo se le habían ido escurriendo los sueños: ir a la universidad, salir de ese barrio del que nunca se había sentido parte y que había tenido que esconder cada vez que sus clientes adinerados le preguntaban de dónde venía.

Sandra nació y creció en San Ramón. Fue una niña inquieta, lectora, que soñaba con superarse y ser médico. A los 16 años quedó embarazada y la expulsaron del colegio. Se casó y, ya con dos hijos, se matriculó en un liceo 2x1 para sacar su cuarto medio. "Quería salir adelante, ir a la universidad. Estudiaba en la micro, a veces de pie. De noche, cuando mis niños dormían", recuerda. Ya con cuatro hijos y con un marido que nunca volvió del norte, Sandra entendió que no sería doctora y tomó un curso de corte y confección para abrir su propio taller. Le fue bien. Volvió a enamorarse y quedó embarazada por quinta vez. Pero de golpe, en 2010, su pareja y su padre murieron el mismo año. La vida se le fue a pique.

En una de esas tardes de 2011, mientras estaba sentada en la vereda fuera de su casa, su hija Anaís, entonces de 5 años, la sacó del letargo y le preguntó si podía ir a jugar a la esquina. En la intersección de Chorrillos con Independencia, en San Ramón, había otros dos niños jugueteando con unas cajas de basura, armando una casita de cartón. A Sandra la imagen no le hizo gracia: además de que los chicos estaban rodeados de escombros, esa esquina siempre le había generado desconfianza. La ponían nerviosa los autos con música a todo volumen que paraban ahí, los encuentros rápidos entre hombres de cadenas brillantes, los grupos de jóvenes que rayaban las paredes con dibujos del Colo. Tráfico. Delincuencia. Basura. Eso era lo que se le venía a la cabeza cuando miraba su calle. "No", le dijo a su hija, y la agarró fuerte del brazo. "Es muy peligroso".

"Cuando uno pasa por una pena tan grande, como que se te para el tiempo. No avanza nada, te quedas pegada. En ese periodo que estuve mal, estancada, pude mirar a mi alrededor y ver qué pasaba en mi barrio. Me di cuenta que no quería estar ahí, que no me gustaba mi entorno. Miraba a las mamás que dejaban que sus niños estuvieran en la calle, rodeados de basura como si no les importara. Pero a mí sí. Ese día que no dejé a mi hija hacer algo tan natural como salir a jugar, me di cuenta que algo estaba roto y que tenía que cambiar", recuerda Sandra.

"Desde que construimos este espacio ya nadie tira ni un papel al suelo. Y si hay basura, la gente la recoge. Los vecinos ahora sienten que tienen algo bonito, algo que cuidar", dice Sandra.

LIMPIEZA PROFUNDA

Su hija le insistió y Sandra terminó por ceder. Eso sí, le dijo: "primero déjame limpiar". No estaba dispuesta a que su hija jugara en esas condiciones. Entonces, tomó una escoba y una pala y empezó a barrer su pasaje. "Yo siempre le hacía el quite a la calle. Había tanta suciedad. Estaba lleno de tierra, no había ni cuneta. Había sillones rotos, tarros de basura dados vuelta. No había por dónde pasar, era una cuadra enteramente grafiteada, los murales, los postes, las entradas de los pasajes", dice Sandra.

Esa tarde Sandra logró dos cosas: recoger ocho sacos de basura de su pasaje y quebrar el estado de inactividad que la tenía presa. A la mañana siguiente, sin pensarlo, se levantó a barrer. La mañana después hizo lo mismo. Iba avanzando poco a poco, primero por su pasaje, luego por la calle Independencia. Había algo en ese movimiento repetitivo, mecánico, de arrastrar de atrás para adelante la escoba, que la impulsaba a seguir, que le daba fuerzas. Pero la gente empezó a mirarla raro, a cuchichear diciendo que estaba loca. "Al principio no tenía una intención clara. Fue como una inercia y la gente no entendía por qué me la pasaba barriendo. Los primeros días, me daba vergüenza, salía de noche y barría en silencio. Pero de repente dejó de importarme y me di cuenta que estaba produciendo un cambio, que tenía que seguir", recuerda.

Sandra barría sin música, sin hablar con nadie, sin dejar que ningún pensamiento le ocupara demasiado la cabeza. Solo barría y observaba a sus vecinos. Se aprendió sus horarios, sus comportamientos, sus mañas. "Me sentaba en la cuneta y miraba a mi alrededor. Tenía identificado quiénes hacían tráfico, quiénes eran drogadictos o alcohólicos. Me sentaba y solo los miraba", dice. Pero pronto su escoba empezó a barrer más profundo. Junto con remover la pena que tenía pegada en el cuerpo, sacudió la capa de prejuicios con que había cubierto a sus vecinos. "Poco a poco fui hablando con la gente que me rodeada, fui entendiendo sus historias. Era gente muy sola. Los que antes para mí eran delincuentes empezaron a convertirse en gente buena. Los alcohólicos en personas necesitadas de cariño; los grafiteros en cabros buenos que creían en algo, que tenían pasión", recuerda Sandra.

Tres vecinos se sumaron a la cruzada de limpieza de Sandra: la señora Chela, de 75 años, con la que limpió esta pasarela que estaba llena de escombros; Claudio, que es químico y estaba deprimido, y Sebastián, que es zapatero y alcohólico. "Limpiar la calle y armar un jardín lo alejó del trago. Para todos nosotros barrer y limpiar ha sido una terapia", explica Sandra.

Pronto los vecinos empezaron a notar el cambio en el entorno y se sumaron a la cruzada de Sandra. Primero se unió la señora Chela, de 75 años, con quien se propusieron la tarea de limpiar toda la calle Independencia desde Vespucio hasta la calle Bolivia, comprar pintura para limpiar los murales rayados y sacar toda la basura que había en la pasarela que cruzaba Américo Vespucio, donde se había formado un microbasural. La tarea de pintar las paredes no fue fácil. Los barristas de Colo-Colo se oponían a que su territorio quedara sin marcas. "Recuerdo que los chiquillos llegaron y me dijeron que cómo les iba a quitar su murales del Colo; yo les dije, que igual íbamos a pintar de blanco. 'Va a ser como que traspasen su parte alba a su barrio'. Entonces me aceptaron y me pidieron dejar solo una carita chica del indio del Colo en un poste, porque era un recuerdo de un amigo que había fallecido. Hasta el día de hoy es lo único que no está blanco", dice.

A Claudio, químico, 56 años, y el tercero de la cuadrilla, Sandra lo conoció de malas. Mientras ella limpiaba fuera de su casa, él salió y le dijo que cómo se le ocurría estar barriendo su entrada. "Le daba vergüenza que alguien ajeno le limpiara la casa, así que salió y me pidió que no lo hiciera. Yo le respondí que lo iba a hacer aunque él no quisiera y entonces él sacó su pala y su escoba y nos pusimos a barrer juntos. Ahí caché que su mal humor era porque estaba pasando por una depresión muy fuerte. Hijo único, solo, los dos padres fallecidos, Claudio sufría del mal de Diógenes: acumulaba todo. Su casa era un basural. Nos demoramos un año en limpiarla y ahora somos mejores amigos", cuenta Sandra.

Por último se sumó Sebastián, de 47 años, zapatero, alcohólico, quien encontró en el trabajo de limpiar la calle y construir el jardín, la forma de alejarse del trago. Un día, con la desesperación a tope por tomar, se levantó a las 3 am a regar el jardín buscando calmar el ansia. Al ver que no estaba dada el agua, rompió la matriz. "Igual que para nosotros, esto era una terapia para él. Nos sacaba de lo negativo, nos hacía sentir que estábamos dando algo a nuestra comunidad. Lamentablemente él estaba muy mal y murió el año pasado de un paro cardiaco. Pero su último tiempo lo dedicó a ayudar a su comunidad".

EL JARDÍN DE SAN RAMÓN

A un costado de la autopista Vespucio Sur, a la altura de la calle Independencia, bajo la pasalera enrejada que cruza la avenida, hay un pequeño jardín florido. Un camino de tierra, delimitado con pequeñas piedritas, hace una diagonal que pasa al lado de un árbol de melia grueso, frondoso, que ocupa el lugar central del jardín. A su alrededor hay cerezos, araucarias, álamos, flores corona del inca, flores de laurel y una palmera de Phoenix. En las paredes que arrinconan el jardín se mantiene, muy bien cuidado, un mural con la cara del indio Colo-Colo y otro con la bandera mapuche. A los pies de las paredes hay ligustrina, palque, cardenales, maravillas, filodendros, rosas, suspiros, portulacaria, aloe, doca, cabellera de reina y varios tipos de cactus. Justo al otro lado del camino de tierra, una pequeña huerta con yuca, yerbas medicinales y hortalizas de temporada cierra el jardín hacia la calle Independencia. Toda la tierra, las plantas, las flores, los materiales de las cercas y canastos, son recursos reciclados donados por los vecinos, que poco a poco fueron llegando al jardín gracias a los esfuerzos de Sandra y su cuadrilla.

Un hombre joven pasa por el caminito y, sin que nadie le diga nada, recoge del suelo una servilleta y una tapa de una botella de bebida y los tira en uno de los dos canastos de basura de madera del jardín. Sandra sonríe. "Desde que construimos este espacio ya nadie tira ni un papel al suelo. Y si hay basura, la gente la recoge. Los vecinos ahora sienten que tienen algo bonito, algo que cuidar, que nos une a todos. Esta pasarela solía ser peligrosa. Había asaltos, era un centro de tráfico. Todo eso se ha corrido y hoy es nuestro espacio de encuentro, es un símbolo para la comuna", dice Sandra.

"Cuando uno pasa por una pena tan grande, se para el tiempo, no avanza, te quedas pegada. En ese periodo miré a mi alrededor y pude ver qué pasaba en mi barrio. Me di cuenta que no quería estar ahí, que no me gustaba mi entorno".

En 2011, con la ayuda de varios vecinos, Sandra organizó la primera Navidad en el jardín de San Ramón. Todos los vecinos pusieron mil pesos y se hizo una completada, se inventaron juegos para los niños, se instalaron piscinas plásticas en la calle y un grupo de jóvenes recién mudados a la comuna tocó música. A partir de ese momento la plaza-jardín se convirtió en el espacio para hacer actividades comunitarias: celebrar el Mes de María, Cuasimodo, la noche de los difuntos.

En el año 2013 Sandra ganó el premio Mujer Impacta por los cambios que generó en su barrio al contribuir a sacar la basura, los prejuicios, la desesperanza y a aumentar la cohesión social de su barrio. "Ahora dan ganas de vivir acá. Todo está limpio, en armonía, estamos integrados como vecinos, nos preocupamos del otro. Ahora solo queremos apoyo de la Municipalidad para mantener el jardín y para seguir ampliando los espacios verdes en la comuna. Queremos seguir contribuyendo al bien común de San Ramón", dice Sandra.

"Ahora dan ganas de vivir acá. Todo está limpio, en armonía", dice Sandra.

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