Navidad en Navidad

Los habitantes del pueblo de Navidad hacen un pesebre en vivo con la guagua de una vendedora de productos Avon y un cuidador de chanchos de Agrosuper. Arriba del cerro, una meica ve su propia estrella de Belén y, abajo, en la playa de Matanzas, un surfista odia la Navidad.




Salir a buscar una historia. Una historia real a la comuna de Navidad, en la Sexta Región, a la orilla del mar, a tres horas de Santiago, a hora y media del puerto de San Antonio. ¿Qué historia? ¿Una de amor? ¿Una de terror? ¿Una comedia negra? ¿Una tragedia gore? Cualquiera: una de Navidad en Navidad.

Por ejemplo, una trama a lo Dickens: un hombre rico que cena té con pan duro y luego, a punto de morir, se conmueve y les regala pavos rellenos a los pobres.

Pero esto no es literatura, es real life. Menos romántica. Más cruda.

–Toc, toc. ¿Hay piezas disponibles?– pregunto al posadero de la residencial La Querencia, de Navidad.

–Acá está lleno de obreros, busque más allá mejor– recomienda el hombre sentado en una silla roja estampada con la frase Disfrute Coca Cola.

–¿Qué tienen de malo los obreros?– averiguo.

–Se levantan muy temprano y se pasean con toallas a la cintura– susurra, espantándome por mi propio bien y no el de su bolsillo.

En la posada, un inquietante gato persa, estampado en un cojín, no maúlla. Las moscas vuelan en Navidad. Es la hora de la siesta. Después descubriría que en Navidad casi todos duermen a eso de las dos de la tarde.

Sigo la instrucción del posadero. Voy más allá, a la residencial Turismo, con letrero bilingüe pintado a mano y, en su restorán, una carta que incluye cazuela de vaca, pescado frito y helados de máquina. En el living de la residencial la tele sintoniza apenas. En Navidad no hay cable ni internet, salvo en la Biblioteca Municipal, en algunas casas y en un cibercafé con antena satelital. En Google, al escribir "comuna de Navidad", sólo aparece la página de la municipalidad, que en pleno paro nacional de empleados públicos avisa que busca salvavidas, y una crónica publicada en el diario La Cuarta –año 2005– que compara al pueblo con la misteriosa serie gringa Twin Peaks, de David Lynch, por la cantidad de muertos despachados trágicamente, entre ellos una abuela apuñalada en una cueva.

Nada de esa sangre baña hoy Navidad.

En el cementerio, construido en terrazas sobre uno de los numerosos cerros del pueblo, los deudos ponen sobre las tumbas caballos y rebaños de ovejas en miniatura, fotos panorámicas de la casa donde vivió el muerto, invernaderos con helechos y enredaderas, baldosas litografiadas con el retrato del fallecido, además de flores plásticas, peluches y velas.

Los apellidos más repetidos en el cementerio y en la comuna son: Machuca (sector La Boca); Yáñez (Puertecillo); Abarca (Pupuya); Jeria (Navidad) y Rubio (Licancheu).

Que los muertos descansen en paz. Vamos por los vivos.

Pesebre vivo

Una jauría de perros intenta atacar a una anciana. Para defenderse, la señora agarra piedras del suelo y se las arroja a los animales gritándoles para que regresen tras los cercos, desde donde salieron.

Ella me mira y mira el miedo que tengo. Me salva –con más piedras– de los perros que ahora quieren conmigo. Me ofrece el brazo. Dice que se llama María Jesús, que así la bautizaron por "la Virgen y el Niño".

–Vaya a preguntar a la biblioteca, allí le pueden contar sobre el pesebre vivo –sugiere.

En la Biblioteca Municipal, el bibliotecario Roque Venegas explica que no hay información detallada del pueblo y sus celebraciones, porque estaban guardadas en un disquete viejo que se echó a perder. En cambio, muestra una colección de antigüedades y restos fósiles que ha recogido en la comuna, de animales estudiados por Darwin (quien recolectó conchitas cuando anduvo explorando la zona). También un mapa de Chile con Tacna incluida (que consiguió en la abandonada Gobernación Marítima del puerto de Matanzas), una tortuga destripada y embalsamada por él, un sombrero de paja que le tejió su mamá, una cámara de fotos hechiza donada por Guillermina Barraza, la meica viuda del fotógrafo apodado Cara de León, y, entre otros tesoros locales, un choro zapato fosilizado, encontrado en el campo y donado por Martín Rojas, el surfista de Matanzas.

En la plazoleta aledaña a la biblioteca, un grupo de dirigentes vecinales descansa de una capacitación para armar proyectos comunitarios, como el de las Siete Reinas, para elaborar subproductos de la miel, o la fábrica envasadora de mariscos creada por mujeres de pescadores, o el Mirador, una sala de exposición del sector de La Boca donde se exponen fotografías de paisajes y personajes navidaínos retratados por el autodidacta Julián Machuca, fotógrafo del pueblo. La mayor parte de este grupo se sugiere a sí mismo como una historia de Navidad. Y argumenta:

–Dos personas de mi familia vieron que mi auto iba conducido a alta velocidad aun cuando yo estaba interno en el psiquiátrico de San Antonio, lejos, muy lejos de poder conducirlo. Es un misterio– describe Julián.

–Yo hago los chocolates más ricos de Navidad– dice un maestro dulcero de la zona.

–Yo conseguí que mi hija, que iba a quedar ciega, viera– describe Cecilia Mass-Ferrer, esposa de un pescador, que alimenta a su niña con piures, contre de pescado y empanadas de pollo de campo.

–Yo, Blanca Abarca, asistente de educación de la Escuela Divina Gabriela, organizo el pesebre humano en Navidad, una iniciativa del Grupo de Amigos de la Biblioteca. Los detalles de la historia navideña los saqué del Evangelio de San Juan. Me sé desde la visita del ángel a José para convencerlo de que María no se había metido con otro, hasta los detalles del censo en Roma para buscar al niño Dios y matarlo. Y sé también que el pesebre no era tan pesebre, sino una de las últimas piezas de una posada que estaba llena por el censo y no tenía más piezas desocupadas que ofrecer a José y María. Eso de que era un establo de animales se empezó a contar para darle más dramatismo a la historia– resume Blanca, hasta que suena la campana de la escuela y tiene que ir a cuidar a los colegiales en recreo.

Continuará.

La sagrada familia

Navidad en Navidad. Con pesebre humano y, en diciembre de 2007, con Niño Jesús de mechas tiesas, cuya mamá verdadera (no la virgen) vendía productos Avon y cuyo papá todas las noches cuida chanchos en los criaderos de Agrosuper. Esta sagrada familia y todos los actores del pesebre se reúnen a ensayar en la falda del cerro, en calle Dolores Jeria, donde se realiza el pesebre vivo cada 24 de diciembre en la noche, ante todo el pueblo.

El personaje que hace de rey mago llega a la cita en una retroexcavadora marca Cat.

Ensayan durante semanas el libreto adaptado de la Biblia por Blanca. La virgen monta en un burro que traen desde El Maitén, 11 km al interior. Esta escena es el principal obstáculo para encontrar a quien interprete el personaje de María en Navidad. El año pasado la madre del niño que interpretó a Jesús no quiso hacer el personaje de la virgen, porque le daba miedo el burro. Sofía Montecinos, alumna de sexto básico del colegio Divina Gabriela, se atrevió. Tiene 11 años, mide 1,75.

–Le hice cariño al burro durante una hora y así se portó mansito– dice la rubia con frenillos y ojos azules.

El personaje de José lo interpreta el agricultor Fernando Campos, presidente del Club de Regantes de la comuna. Lo acompañan sus hijas (una lee libretos y la otra hace de pastorcita) y su mujer, Mónica Vargas, quien recita los parlamentos de María tras bambalinas, con voz amplificada en off. Todos los diálogos son en off, porque todavía no se han podido conseguir micrófonos inalámbricos para los actores.

–Cuando termina la representación del pesebre, nos vamos con la Virgen y el Niño a la misa del gallo en la iglesia, con todo el pueblo detrás. Uno se siente raro, como José el carpintero versión agricultor– dice Fernando.

La estrella de Belén es de madera y la hizo José Abarca Farías. Se ilumina con un sistema eléctrico a pilas. En el momento preciso en que los tres reyes magos –a caballo, no en camello– aparecen en escena, un encargado baja la estrella desde los altos del cerro con un sistema de roldanas agarradas a un árbol, hasta la cima del pesebre. Con cartones, palos, maderas y pajas fabrican la casa de la bíblica María, la de su prima Isabel, la posada, el pesebre y el templo de Herodes. La municipalidad proporciona la seda para el vestuario y cada personaje fabrica sus ropas. Herodes, por ejemplo, se hace una capa y una corona de laureles. El malo de la película es interpretado por Pablo Ríos Arellano (33), profesor de Gastronomía y Alimentación Colectiva del Liceo Pablo Neruda. Ríos celebra la Navidad en Navidad comiendo lo que él mismo prepara. Dice que en el pueblo lo que más consume la gente para Navidad son arvejas, cordero y pastelitos típicos que llaman tablillas, de hojarasca y rellenos con chancaca y harina.

El terreno para el evento era facilitado por la familia Ortega Mondaca. Pero este año plantaron allí alfalfa, así es que Blanca deberá hallar un nuevo espacio donde montar la obra. También debe encontrar un nuevo niño Jesús, recién nacido.

–En general, buscamos al niño quince días antes de Navidad. Como son tan chiquititas, a las mamás les cuesta pasarnos a sus guaguas. Varias veces Jesús ha sido una niñita por no hallar niñito nacido en la fecha.

Uno de los regalos del niño –supuestamente mirra– va en una caja de zapatos envuelta en papel navideño. El paquete lo trae bajo el brazo el agricultor Raúl Kraussman, en el caballo Josefino, de su propiedad.

–He sido Melchor desde la primera versión de este pesebre, en los años ochenta. Me vengo montado desde mi casa en Matanzas, acarreando una vaca y su ternero recién parido para que acompañen al niño en su cuna de paja. Cuando terminan las escenas me devuelvo galopando con mis animales y luego regreso al pueblo a celebrar la Nochebuena con mi compadre Roque Venegas, el bibliotecario, que en los primeros tiempos del pesebre hacía de soldado.

La puesta en escena del pesebre vivo dura veinte minutos. La ven 500 personas. El resto de los habitantes, arriba de los cerros, vive su propia Navidad puertas adentro.

Es el caso de la meica que ve estrellas de Belén y del surfista que odia la Navidad.

La meica y el surfista

Martín Rojas (29) se empina en la cresta de una ola. Es un free surfer al que no le gusta competir, sólo surfear. Esta mañana comió piures frescos que sacó con un cuchillo desde el mar. Su padre era un pescador que lo abandonó. Su madre, una mujer que cree en él a pesar de que se dedica "a esta cosa de gringos que es el surf".

Martín odia la Navidad. Alega que el Viejito Pascuero nunca pasó por su casa. Por eso no celebra. Ni pesebre ni árbol. Sólo surf y rock de la banda de metal industrial alemán Rammstein desde la orilla del mar.

Martín entrena todos los días: se sube a las olas, hace pesas y esquiva las burlas de algunos navidaínos que le preguntan: "¿Dónde dejó la camioneta 4×4?".

–Ellos no entienden que uno, aunque sea pescador y no haya terminado el colegio, puede ser excelente en lo que se proponga. Nunca creí en el Viejito Pascuero. De los viejitos sólo creo en mi abuelo, mi superhéroe– dice.

El 3 de marzo de 1985 hubo un terremoto en Chile. Navidad estuvo muy cerca del epicentro y cuando empezó a moverse la tierra, Martín estaba sentado en una banca frente a la playa, junto a su abuelo y su mamá.

–Al frente estaba el bar de mi abuelo y empezaron a caer las copas, las botellas. Los curados se persignaban agarrados de los postes y decían que nunca más iban a tomar. En eso el mar se recogió unos 200 metros y, como pensamos que habría un tsunami, todo Navidad se subió al cerro. Estábamos en la cumbre cuando divisamos a un hombre que sacaba mariscos en la orilla del mar recogido. Todos gritaban: "¡Quién es ese loco!". "¡Se va a morir cuando reviente la ola!". Ese hombre era mi abuelo. Trajo un saco de locos del que comimos varios días. La ola nunca volvió. Ése era un hombre pobre pero valiente.

Un gato se allega a Martín. Ama a los gatos. Tiene que ir a buscar a otro, uno recién nacido, donde la meica Guillermina Barraza, una señora de 72 años que santigua a los amigos surfistas extranjeros de Rojas que piden curas milagrosas.

–Este gato tigre es de Martín– dice más tarde la meica Guillermina, en su casa arriba del cerro, cuando voy a visitarla después de hablar con Martín frente a la playa.

–Se lo voy a envolver en papel de regalo y se lo lleva usted– me dice.

Guillermina es hija de un médico yerbatero que le heredó el conocimiento antes de morir. Se dedica a recetar hierbas medicinales que saca del campo o cultiva en su huerta.

–Hay mucha hierba que cura la presión, la depresión, el susto– muestra.

Además, los vecinos de la zona le van a dejar orina para que ella dictamine un tratamiento naturista que les saque la enfermedad.

–¿Este frasquito de quién es?– pregunta el fotógrafo Julián Machuca, de visita en casa de la meica, en mitad de su ruta de entrega de fotos de primeras comuniones, matrimonios, licenciaturas y retratos familiares de la gente del pueblo, que vende casa por casa a 500 pesos cada una.

–De un viejito que pienso que tiene cáncer– le responde la meica.

Guillermina tiene una virgen en su living. Se la regaló un católico que se convirtió en evangélico y tiró todos los santos por la ventana. El pino de Navidad de la meica es una rama de pino de verdad, sacada de un árbol de sus tierras. Su estrella es una que se le aparece en el cielo, justo en Nochebuena.

–Los chiquillos míos, cuando eran niños, me la mostraban y yo les decía que era una luciérnaga, pero cuando la vi mejor supe que era mi estrella– explica Guillermina.

En sueños, ha visto que su padre le indica un lugar de Navidad donde hay siete tinajas de plata custodiadas por un toro con cachos de oro.

En visiones que no se explica, Martín, el surfista, ha visto a un hombre de sombrero que levita y le indica tesoros de oro.

En Navidad, muchos cuentan historias de tesoros escondidos bajo tierra. Por las noches, entre otras cosas, hablan de culebras o visiones que le indican –aleatoriamente– a uno de los 5.000 habitantes de la comuna el lugar exacto del oro que guarda esta tierra por llamarse como se llama. Nunca lo han encontrado.

Uno de estos habitantes, Omar Antonio Jeria, el padre del niño que representó a Jesús el año pasado, vigila –como todas las noches de su vida, de siete de la tarde a siete de la mañana– que los cerdos engorden lo suficiente para ir al matadero. La noche de Navidad, lo mismo.

Este año, su mujer, cansada y sola con sus dos hijos, aliñará las chuletas Agrosuper del almuerzo del 25 de diciembre y se sacará el maquillaje de sus ojos teñidos de violeta. Las luces de su árbol de pascua, adornado con peluches viejos, reflejarán colores intermitentes sobre su cara.

La familia no armará pesebre. No tiene. Les basta el del pueblo, tamaño real y a escala humana, que el año pasado tuvo a su hijo Omar como protagonista.

–Amén– dice ella cuando sirve la comida.

En el escudo de la comuna, tres reyes magos cruzan la insignia con vasijas de oro bajo el brazo.

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