El dramaturgo antibohemio




Revista Paula, 2011

Acaba de recibir el Premio Nacional de Artes de la Representación pero las luces no lo encandilan. Mientras sus obras se despliegan en importantes escenarios, él se mantiene tras bambalinas. A sus 74 años, Juan Radrigán sigue viviendo a pasos de Avenida Matta. Elude las cámaras, pero no los boliches de barrio, donde puede fumar tranquilo.

No es fácil dar con Radrigán. No usa celular y el teléfono de la casa es semisecreto. Entonces uno, apelando a amigos actores, finalmente se consigue cuatro números que no sabe a qué corresponden y empieza a llamar: la mitad ya están fuera de servicio.

Conoció a Pablo de Rokha en la imprenta Entrecerros, donde trabajaba, cuando el poeta cruzó la puerta con un gallo aterrador, el que ofrecía a cambio de la impresión de uno de sus libros. Como no tenía plata, se las arreglaba con trueques. Cuenta Radrigán que el plumífero se quedó a vivir allí para siempre. "El gallo era enorme, muy desgraciado, y se dedicaba a picotearnos a todos, por lo que teníamos que andar a patadas con él".

Así fue como Juan Radrigán fue conociendo el mundo y sus personas, y así los relata, desde la vereda de enfrente, que es la que siempre pisó y todavía pisa. Eso es lo que muestra en su abultado conjunto de obras dramáticas (más de 20 estrenadas), que aunque tratan de marginados y perdedores los caracteriza como seres universales de una profunda humanidad. Tanto, que se representan en teatros de todo el mundo.

Junto con trabajar como operario en diversos oficios, desde que aprendió el abecedario, Radrigán fue un lector impenitente. Cuando uno habla con él de cualquier tema, siempre tiene una alusión, un dato y un comentario exquisito que recogió de alguna de esas lecturas. Porque el hombre es culto, pero no le gusta demostrar nada y menos lanzar frases para el bronce. Lo que es un placer, pues habla en jerga de aquellos talleres de fábrica donde trabajó como mecánico de telares.

¿Yo soy ateo?

Nos encontramos para el estreno en el GAM de su última obra: Amores de cantina. Su hija Flavia es su soporte en estas lides, su hija-compañera-dramaturga que es también su relacionadora pública, porque a Radrigán no se le da la vida social, dice, más bien le huye. Se le acercan a felicitarlo por el premio nacional, él da las gracias sin comentarios, como un hombre de provincia. Y es que nació en Antofagasta, pero a los dos años ya había salido de allí, en una vida itinerante marcada por los ires y venires de un padre mecánico que cada seis meses, o menos, decidía cambiar de pueblo, arrastrando en este nomadismo a su esposa y cuatro hijos, siendo Juan el menor de ellos.

Dos días después, en el transcurso de varias horas distendidas y risueñas en un café (donde pide nescafé, pero no hay), informa que le fascina la música, pero no oye nada cuando escribe, porque lo distrae. Beethoven es lo máximo para él, a quien sitúa en su galería de notables, junto a Jesús, Marx y el Quijote. Informa también que, cuando anda por las veredas del barrio Lastarria, almuerza en el segundo piso del Torremolinos ("porque ahí te dejan fumar") y que lo que más le gusta leer es poesía y, de ella, a César Vallejo.

–Me he sentido muy próximo a Vallejo –dice–. Y me disgusta Georgette, su mujer francesa, porque lo hacía sufrir. Alguien debió ayudar a Vallejo. Ni Neruda lo ayudó económicamente. Me sorprende, porque era un tipo tan grande.

Juan Radrigán habla campechanamente, pero con una puntería que deja perplejo por su falta de solemnidad. Como si nada, lanza cosas como esta: "La soledad está súper poblada. Mira qué curioso: hay ermitaños, pero no ermitañas, porque la mujer es más del hogar; es la que construye". O esta otra: "Me encantan los profetas, pero los verdaderos: los que se iban a predicar a los palacios, como si hoy se fueran a hacerlo a Las Condes. Una vez unos canutos estaban en Franklin. Les dije: '¿por qué no se van a predicar al Barrio Alto?'. 'Porque nos echan', me dijeron. Y los profetas iban adonde los echaban. Eran unos picantes. Zacarías andaba con un yugo, y se desnudaba".

Sabe mucho de la Biblia, ¿no?

Es uno de los mejores libros de poesía y de los peores en cuanto a la verdad.

¿Es ateo, Radrigán?

¿Yo soy ateo? No lo he pensado detenidamente. Es posible que no sepamos quién es Dios porque quizá una casta de sacerdotes lo haya enterrado en el paraíso. Es posible que haya un ser remoto que no vamos a saber nunca qué quiso hacer. San Agustín decía: ¿Por qué existe el infierno? Porque está lleno de huevones que hacen preguntas impertinentes.

¿Es comunista, Radrigán?

No soy comunista, nunca he militado en algún partido. Al MIR le tenía una gran atracción. Los anarquistas me gustaban románticamente.

Radrigán trabajó como mecánico de telares y en desabolladurías por 20 años ("lo hacía pésimo", dice): su labor era de siete de la tarde a siete de la mañana, por lo que "seme perdió el día", pues lo ocupaba durmiendo. En ese tiempo no escribía teatro, sino "unos cuentos horribles y unos desastrosos poemas, sin matices, sin reflexión, los personajes no tenían humanidad". Entonces, leyó la novela Santa Miseria, del premio Nobel finlandés Emil Sillanpää, "que lo conozco yo nomás". Y eso sería clave para su dramaturgia.

El teatro de Juan Radrigán es fruto de la dictadura. Su consagración vino con Hechos consumados, en 1981. Luego hizo El toro por las astas, Las brutas y muchas más, todas estrenadas con gran éxito de público y crítica, en tiempos en que el teatro fue la forma creativa más consistente de oposición a lo que estaba pasando. Él no entiende por qué se convirtió en el dramaturgo que mejor representó la esencia de esa marginalidad social y política.

–Había un dramaturgo muy bueno durante la dictadura: Óscar Stuardo. Pero su dramaturgia era teatro del absurdo: no encajaba en el período. Eso también le pasó a José Ricardo Morales. Y debe dolerles, con razón, porque son buenos autores, pero estaban desfasados. Eso me lastima un poco.

Es lo contrario que le ha pasado a usted: ha interpretado el momento.

Sí, pero absolutamente sin quererlo… En ese sentido, de los autores chilenos el que más me gusta es Carlos Droguett. Fuimos vecinos en la población Huemul. Pero él perdió mucho tiempo polemizando. Era feroz, virulento. Eso lesionó un poco su literatura, porque debió escribir unas tres o cuatro novelas más en lugar de estar polemizando con la gente. Perdió mucha energía y tiempo. Toda esa rabia la debió entregar en la literatura.

Eso no le pasa a usted.

Yo no polemizo con nada. En todo caso, los dramaturgos somos islas: no somos amigos, no nos juntamos.

¿Quiénes son sus amigos?

¿Mis amigos quiénes serán, ah? Amigos-amigos como que no tengo muchos. Hay gente que me agrada… pero es que no tengo tiempo. Escribo demasiado. Todos los días trato de escribir cinco horas, como mínimo, desde que empecé. Es como una obsesión. Como que tenía mucho que decir –se ríe–. Es que, además, hago muchas clases. Ahora, con este premio, voy a hacer menos, me voy a retirar de algunas universidades y voy a instalar una librería con mi hija Flavia. Hago clases en la Academia (de Humanismo Cristiano), en la Católica, en el Arcis, en el Teatro de La Memoria de Alfredo Castro, y talleres los martes y sábado. Y, aparte de eso, escribo. Es poco el tiempo que me queda… no es para andar malgastando en disputas. Yo me pregunto: ¿qué diablos hace la gente que no escribe para vivir?, ¿cómo lo hacen?

El desarraigo

¿Cómo llega al teatro?

De intruso. Ni siquiera me gustaba. Había visto en mi vida solo dos obras: El rey se muere (de Ionesco) y La ópera de tres centavos (de Brecht), en el teatro Franklin. Y no es que me hubieran impresionado. Las olvidé. Muchos años después me puse a escribir no más. Le pasé la primera obra a Tennyson Ferrada, cuando yo vendía libros en la plaza Almagro. Y él se la pasó a Gustavo Meza. La leyó, le gustó y la montó: era Testimonios sobre las muertes de Sabina. Tuve suerte. Si no pasa eso, a lo mejor no sería dramaturgo. Gustavo Meza dice que impulsó a muchos autores nuevos, al Paco Rivano, a Marco Antonio de la Parra, a mí… Y dice que somos malagradecidos y que no lo nombramos. Entonces, en un documental que hizo la Sole Cortés, yo, en pleno Valle de la Luna, me puse a gritar: "¡Gustavo Meza, Gustavo Meza, Gustavo Meza!". Después dije: "para que este huevón sepa que yo lo nombro". Esa fue mi primera obra y tuve la suerte de que me la leyeran y estrenaran.

A usted lo educó su madre. ¿Fue a la escuela?

Ella nos educó. Íbamos rara vez al colegio, y cuando podíamos, porque mi padre era mecánico errabundo, iba de un lugar a otro. Mi madre era profesora, pero no ejercía porque tenía que hacerse cargo de nosotros. Ella nos crió a los cuatro; él era bien ausente, hasta que se ausentó definitivamente; yo tenía 7 años: no volvió. Le costó mucho arreglar una máquina y se quedó en eso– dice con negra ironía.

Entonces, no tuvo padre.

No tuve padre. Pero, según la Biblia, somos huachos de madre: no tenemos madre, puro padre… ¿raro, no?

No tuvo padre, y tampoco tuvo lugar, porque se lo pasaban trasladando.

Es cierto: estábamos seis meses en el norte, otros cuatro en el sur… por eso íbamos a la escuela tres meses, después no… Porque nos cambiábamos de pueblo por ser hijos del mecánico errabundo… Si hay algo que atraviesa mi dramaturgia es el desarraigo. ¿Por qué su padre era tan itinerante en su trabajo de mecánico? ¡Anda a saber tú hijo de quién sería este putamadre que salió así! ¿Sabes cómo le decía mi mamá? Le decía "El Muchagente", porque cuando él llegaba parece que hubieran llegado 40 personas, porque hablaba mucho, contaba historias.

¿A qué se dedicaron sus hermanos?

Se dedicaron a sobrevivir. Tampoco pudieron ir mucho a la escuela. Vivíamos al tres y al cuatro. Mi mamá nos criaba y generalmente trabajaba de cocinera porque, además, aprovechaba de darnos comida donde trabajaba. Por la vida que llevaba mi mamá, no era alegre, no era muy dicharachera… ¡Era triste! Y echando de menos siempre. En ese tiempo era así: la desaparición del amor era la muerte. La crisis del 73 fue de la puta madre. El amor se quebró por todas partes, no resistió. La gente decía: "No, yo me desaparté". Y en el exilio, igual. Fue una quebrazón increíble. En las noches lloraban en la soledad de su dormitorio. Eran más melancólicos que nada.

¿Es melancólico usted?

Yo creo que sí.

Pocas palabras

Usted, antes fue dirigente sindical.

Yo siempre fui dirigente sindical porque, como leía de corrido, me metían de presidente. Y después del 73 nunca más me dieron trabajo, por eso me dediqué a vender libros en la plaza Almagro. Eran reuniones no de alentar a las masas, sino con muy poca palabra: si este huevón no aumenta el sueldo, vamos a la huelga nomás. Es una de las cosas por las que escribo: porque no soy capaz de expresar mucho con la gente. No tengo facilidad de palabra, ¡para nada! Es una tragedia cuando tengo que hablar en público, sufro, pero me hago el gracioso… cuento cosas. Eso me obligó a escribir.

¿Le gusta el fútbol?

Sí, claro. Siempre pensé escribir una obra que se llame El asado amargo porque, como perdíamos interminablemente y la gente se preparaba y hacía asados y después se sacaba la cresta a golpe… Pero llegó Bielsa y cagó la obra. Empezamos a ganar. Pero se fue Bielsa y volvimos a lo mismo. Entonces, estoy repensando el tema– se ríe.

¿La salida de Bielsa es una metáfora trágica del sino chileno?

Los desgraciados le robaron la única posibilidad de alegría al pueblo. Y lo hacen de mala ley. No piensan lo que significa para la gente eso. Y Bielsa hizo todo para quedarse. Pero estaba escrito que tenía que irse, que le íbamos a hacer eso. Es una tragedia total: todos sabíamos que iba a suceder y no pudimos detenerlo.

¿Qué otra cosa le apasiona? ¿Es bohemio?

Para nada. Se aburren y me aburro. Es que no hablo. Con una persona o dos puedo conversar largamente, pero con más, no. Lamento mucho esto, porque después del estreno los actores se van a celebrar, y yo no voy. Porque sé que me voy a quedar callado y que ellos esperarán que diga algo y, más encima como para el bronce.

¿Alguna cosa concreta que quiera hacer y no ha hecho?

Hay cosas que no hice y no hay caso. Por ejemplo, no fundé un hogar. He sido conflictivo en mi vida. Pero es un tema trágico del que no me gusta hablar.

¿Y por qué no construyó un hogar?

Anda a saber por qué. Por eso sigo escribiendo, aunque ya no sirva la respuesta– se ríe a carcajadas.

¿Por qué se ríe?

Me río porque si sigues preguntando este tipo de cosas se termina de abrupto la entrevista– y vuelve a soltar una carcajada.

¿A qué grupo pertenece?

A los que andan buscando el hogar.

Algunos chilenos, según Radrigán

Clotario Blest: "Lo vi caminando con un perro. Me gustaba mucho, pero era muy católico. Los santos deben ir al infierno, deben bajar mucho. Él no bajó al infierno. Pudo hacer más de lo que hizo, pero fue un hombre bueno".

Allende: "Me gustó siempre, por lo que hacía, no por sus cosas personales. Y el último acto de su vida es extraordinario".

Pinochet: "Personificación de lo bárbaro. Era intrínsecamente malvado. Mauloso. Traicionerazo. Los traidores no me gustan".

Volodia Teitelboim: "Si no existiera el agua tibia, él la habría descubierto".

Ricardo Lagos: "Lo veo tan severo, pero a la vez sirvió mucho a los del billete. Ahí se ahondó el abismo entre pobres y ricos".

Piñera: "Hay una cosa extraña con el poder. Él lo tenía todo, ¿para qué quiso ser Presidente? Yo creo que si a Piñera se le aparece Dios, Este le diría: ¿pero qué mierda más querías que te diera? No hay más. ¿O querías quitarme el puesto?".

Lee también Juan Radrigán, dramaturgo: "Que nunca me perdonen", entrevista realizada en 2004 al dramaturgo.

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