Los que sobrevivieron

En poblaciones de Santiago, niños reciben balazos mientras toman la leche en su casa, chatean en un cibercafé, juegan fútbol en el pasaje o descansan en brazos de su madre. En 2008, once niños de entre 0 y 15 años murieron o fueron heridos por balas locas de delincuentes o narcotraficantes. Las víctimas han ido en aumento desde los últimos tres años. Sus familias muchas veces no hacen la denuncia por miedo a las represalias.




Jorge Antonio Leiva, 3 años.

Fue baleado en el pecho el 2 de marzo de 2008 en la casa de su padre, en La Florida, en un tiroteo por ajuste de cuentas. Aún no hay detenidos ni proceso judicial.

Jorge Antonio Leiva (3), hijo de padres separados, tomaba su mamadera en la cama de su papá, con quien pasaba los fines de semana en la Villa Santa Teresa de La Florida, cuando sintió disparos. Salió de la pieza, vio a su padre de pie en el umbral de la puerta del departamento y se acercó a ver qué pasaba. Luis Leiva no alcanzó a ver que su hijo estaba junto a él cuando una bala dio en el pecho del niño. Eran las 11 de la noche del domingo 2 de marzo de 2008 y desde el primer piso, una banda de adolescentes pistoleros disparaba hacia el departamento intentando vengarse del tío de Jorge Antonio, Jimmy Leiva, quien se había peleado hacía unos días con un traficante de la población. La bala le perforó un pulmón a Jorge Antonio. El niño, al que le faltaba un día para entrar al jardín infantil, estuvo tres días inconsciente en el hospital Calvo Mackenna, conectado a un respirador artificial. Los médicos pensaron que la bala le había dañado las cuerdas vocales, porque enmudeció. Cuando volvió a la casa de su madre, Gisella Valle, volvió a hablar de a poco, pero en las noches lloraba y no quería volver a la casa de su padre. Ahora volvió a ser el niño inquieto que era antes de la bala y a escuchar los discos de Luis Miguel, que le encantan, aunque se acuerda perfectamente de lo que pasó. Tiene una cicatriz cerca de la clavícula. La muestra y dice: "Aquí, balacho yo".

Danae Leyton, 1 año.

Recibió un tiro en el estómago el 10 de abril de 2008, en San Bernardo. El sospechoso de realizar los disparos se entregó a la justicia y está acusado por doble homicidio frustrado. El juicio está en curso, pero aún no hay sentencia.

Instintivamente, Maximiliano Leyton tiró al suelo a su hija Danae, de cuatro meses. Pero era tarde: un mismo balazo había atravesado su estómago y el de su guagua. A las 4 de la tarde del 10 de abril de 2008, Maximiliano, su mujer, Carla Zúñiga, y la hija de ambos, Danae, subieron a un colectivo de la línea 872 de San Bernardo para volver a su casa. Habían ido a la comisaría a ver a una hermana de Maximiliano que había sido detenida con otra mujer por una riña callejera. El colectivo había avanzado una cuadra cuando, en Santa Carolina con San Francisco, ocho tiros impactaron el auto: José Antonio Aguilera Torres, alias "el Loco Pepe", padre de la otra mujer detenida en la riña, un hombre con antecedentes por robo con fuerza y hurto, disparaba en contra de los familiares de la rival de su hija. El mismo balazo perforó el intestino de Danae en cuatro partes y destruyó un riñón y parte del páncreas del padre. El día del tiroteo, mientras su marido y su hija estaban hospitalizados, Carla se fue a vivir a la casa de su mamá en El Bosque. Casi diez meses después, la madre de la niña muestra las cuatro cicatrices en la diminuta guata de Danae –quien quedó sin secuelas– y se le llenan los ojos de lágrimas. "Ella es mi guagua. Me pregunto por qué la gente no piensa antes de actuar. Pero así es: se creen choros con pistola".

Sebastián Díaz Llaicao, 14 años.

Fue baleado el 7 de septiembre de 2008 en las piernas y el pecho mientras jugaba en el pasaje de su casa, en Maipú. El supuesto autor de los disparos está detenido, pero por una causa anterior. No hay proceso ni sentencia por este delito.

Guillermina Llaicao se había metido recién a la cama cuando escuchó los disparos. Pensó en sus dos hijos menores, Cristián y Sebastián Díaz (14), pero rápidamente se tranquilizó: los niños estaban en su pieza. Antes de acostarse los había visto ahí, frente a la tele. Pero entonces, Guillermina se acordó de los hijos de su vecina, que siempre jugaban en el pasaje, y salió a la calle a mirar. Eran cerca de las doce de la noche del domingo 7 de septiembre de 2008. Apenas Guillermina cruzó la puerta de de su casa en Maipú, una vecina conmocionada en llanto corrió hacia ella y le dijo: "Guille, mataron a Sebastián". Sin que nadie se diera cuenta, él y su hermano habían salido a la calle a jugar con otros niños. Y ahí, a una cuadra de su casa, Sebastián había recibido dos disparos, uno en las dos piernas y otro en la espalda. Un pistolero conocido en la población, a quien nadie se ha atrevido a denunciar, había disparado al aire sólo por marcar territorio. Sebastián estuvo varios días inconsciente en la Posta Central. Guillermina lloró hasta el cansancio pensando que su hijo moriría. El pulmón de Sebastián colapsó y los médicos le dijeron a Guillermina que sólo le quedaba rezar. Al día siguiente ella no se atrevió a ir a la posta por miedo a encontrar a su hijo muerto. Pero esa tarde recibió una carta de manos de su hermana, que sí había ido al hospital. "Mamita, te quiero mucho ", decía la letra de Sebastián. El niño se recuperó de milagro, pero repitió el año escolar por los 10 días que estuvo hospitalizado y por los meses que pasó en recuperación. Ahora siente mucha rabia. A su madre le ha dicho que algún día se las van a pagar. Guillermina tiene miedo de que el resentimiento no se les pase nunca a su hijo ni a ella. "Es muy grande la impotencia ", dice.

Óscar Saldaña Fernández, 13 años.

Fue herido a bala en la cabeza el 28 de octubre de 2008, en Cerro Navia. Los presuntos autores de los disparos están en libertad provisional y siguen siendo vecinos de Óscar. El proceso parte a mediados de enero.

Óscar Saldaña (13) despertó aterrado después de 25 días en la UTI del Hospital Salvador. Vio a su profesora al lado de su cama y le pidió que lo adoptara. Pensaba que toda su familia estaba muerta. Pero en el tiroteo que reventó a balazos su casa el martes 28 de octubre de 2008, en calle Las Quilas, de Cerro Navia, el único que salió herido fue él.

De noche hubo una pelea en la casa de enfrente. José Alberto Calihuilpán Quintumán (33) discutía con su sobrino, un adolescente en silla de ruedas. La madre de Óscar, Claudia Fernández, lo defendió y lo cobijó en su casa. Calihuilpán la amenazó con balear su casa, pero nadie creyó que el vecino cumpliría su palabra. Minutos después, a las 9 de la noche, él y otros tipos armados dispararon contra la casa de Claudia. Óscar estaba en el techo: había subido a buscar una pelota que se le había escapado cuando jugaba fútbol con otros niños del pasaje. Una bala le atravesó el cráneo. Tres meses después, Óscar está en rehabilitación sicológica y física. Camina despacio y aún no puede correr. "Quiero que mi niño vuelva a ser como antes. Ahora no tiene equilibrio y siempre está serio. Dice que no le pasa nada, pero sé que está pensando en lo que sucedió", dice Claudia. Óscar, sumido en su mutismo, sólo ha dicho que cuando grande va a ser carabinero o abogado. "No quiero que a nadie más le pase lo que me pasó a mí", dice.

Joaquín Valenzuela, 2 años.

Una bala que disparó un vecino le rozó la cabeza el 2 de diciembre de 2008. El presunto autor del disparo está prófugo. No hay proceso ni sentencia.

A Joaquín Valenzuela (2) le gustan los caballos y se queda dormido viendo películas de vaqueros y pistoleros mexicanos. El martes 2 de diciembre de 2008 se encontró con un pistolero de verdad. Mientras estaba sentado en el patio de su casa de la población Lo Ermita, de Lo Barnechea, junto con sus tías y otros vecinos, un joven de los blocks contiguos se acercó al grupo y, sin decir nada, cargó su arma y disparó. El tiro atravesó las piernas de un hombre, rebotó contra del pavimento y le rompió el cuero cabelludo a Joaquín quien empezó a sangrar profusamente y a llorar a gritos. Su padre, Rodrigo Valenzuela, lo tomó en brazos y lo llevó a la posta de la comuna, el consultorio de Lo Barnechea, donde le pusieron cuatro puntos en la cabeza. Quedó sin secuelas. Su madre, Maribel Gutiérrez, no trabaja desde el día del disparo. Prefirió renunciar a su empleo de vendedora de dulces en el Mampato para no despegarse más de su único hijo.

Heissel Manríquez, 13 años.

Fue herida en diciembre de 2008, en Colina, por una bala que le entró por el ojo izquierdo y salió por su cráneo. La policía busca a los autores de los disparos. Aún no hay proceso judicial.

Alejandro Manríquez pensó en lo linda que se veía su única hija mujer, Heissel, sentada a su lado. En las graderías, Alejandro esperaba junto a ella a que empezara el partido de fútbol de barrio en el que jugaría su hijo mayor. Ese domingo 7 de diciembre, Heissel se había puesto aros de argollas grandes y llevaba los ojos delineados de negro. Era casi una mujercita, pensó su padre. También era su regalona, la que lo acompañaba al estadio a ver los entrenamientos y los partidos de la Universidad de Chile. Heissel le había pedido que la matriculara en la escuela de fútbol femenino y Alejandro le había dicho que sí. A las seis de la tarde, cuando el juego de barrio ya había empezado, unos tipos armados entraron disparando a la cancha. Estaban furiosos con los jugadores del equipo del hermano de Heissel, porque iban ganando el partido. Heissel se paró en un gesto instintivo, buscando a su hermano con la mirada para ver si estaba a salvo. Al segundo, cayó de rodillas. Un tiro le entró por el ojo izquierdo, salió por su cráneo y le hizo perder masa encefálica. Cuando operaron por primera vez a Heissel, los médicos le dijeron a Alejandro que tal vez su hija quedaría en estado vegetal. Pero un mes después, la niña camina y habla. Sus padres dicen que es un milagro. Aún no saben cómo contarle que perdió su ojo izquierdo.

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