Las viudas del reactor

Mientras los vapores de Fukushima tienen en vilo al mundo entero, en Chile se desatan las dudas de los vecinos de la Villa Vital Apoquindo, aledaña a nuestro modesto reactor nuclear de La Reina. En los últimos años se han producido decenas de muertes por cáncer y ellos temen que se deba a la radiación. Una sospecha que nadie ha investigado en serio.




En marzo de 1973 la comitiva del presidente Allende y su ministro de minería, Luis Maira,subía rauda por Fleming hasta llegar a Padre Hurtado (entonces una calle de tierra con unas caballerizas de una medialuna cercana). Con Allende venían los ingenieros británicos a cargo de la construcción del reactor nuclear de La Reina. Al tocar la esquina, una sorpresiva barricada les cortó el ascenso. –No los dejaremos pasar hasta que el Presidente nos dé una solución– les gritó a los GAP (guardaespaldas de Allende) la dirigente poblacional Georgina Saavedra secundada por cien pobladores.

En 1966, junto a tres mil 200 personas, adquirieron un terreno en el actual perímetro de Fleming, Padre Hurtado y Nueva Bilbao. Cuatro manzanas cruzadas por pasajes donde pusieron 765 sencillas casas pareadas. Pero una serie de trabas burocráticas impedía la regularización de las viviendas de Villa Las Cooperativas o, como todo el mundo la conoce, Villa Vital Apoquindo. Allende venía a inaugurar los edificios del Centro de Estudios Nucleares de La Reina, ubicado 350 metros más arriba de la villa.

Los pobladores ni siquiera sabían de qué se trataba: creían que era algo de la Universidad de Chile. –Cómo estaría de apremiado Allende por no atrasar la inauguración, –recuerda Georgina Saavedra 45 años después– que en el mismo capó del auto presidencial nos firmó tres decretos: la inclusión en el plano regulador, un cambio en el uso de suelo y una carta para postular a la AID (la cooperación norteamericana) para construir las casas.

Lo que no habían logrado en siete años de reclamos, protestas y trámites, lo obtuvieron en cinco minutos. –Ahí me di cuenta que lo que había allí (el reactor nuclear) era realmente importante para el gobierno. Frei Montalva consiguió de los británicos la tecnología y puso la primera piedra del Centro de Estudios Nucleares de La Reina, que en rigor queda en Las Condes. A Allende le tocó terminar el edificio. A Pinochet, encenderlo. Desde 1974 el reactor no ha parado de funcionar. Se trata de un reactor nuclear destinado a aplicaciones médicas, mineras y agrícolas, que no produce ni la milésima parte de la energía nuclear que producen reactores como el de Fukushima.

El vecino atómico

La Villa Vital Apoquindo es un micromundo de estrechos pasajes con nombres estelares: Vía Láctea, Las Tres Marías, Las Pléyades y Cirio. Tiene almacenes, colegio y consultorio. Todo el mundo se conoce. De las 765 familias fundadoras quedan 560. Algunos autos de esa época se descascaran en las veredas. En el living de su casa, Georgina Saavedra (67) ve las noticias de Japón y se entera de que, pese a que todavía no hay radiación sobre Fukushima, a 350 km de ahí, en Tokio, el agua potable y el pescado ya están contaminados. Georgina, viuda hace 12 años; su marido, Horacio Pérez, murió en 1999 de cáncer al estómago.

–¿No sería el agua? –Piensa, recordando que el tubo del agua potable de la Planta San Ramón, que alimenta las casas, pasa por la puerta del reactor bajo el pavimento. Georgina sospecha que el reactor es culpable de la muerte de su marido y de numerosas vecinas y vecinos que han padecido extraños casos de cáncer.

–De ciento y tantas personas que han muerto en todos estos años –dice Georgina Saavedra– 70 u 80 murieron de cáncer. En los últimos diez años, mucho más que antes. Otras viudas secundan sus sospechas: Mauricia de la Peña, Mariluz Bascuñán, Ana García y Juanita Huenumai. Todas perdieron a sus maridos por tumores malignos. Basta recorrer los pasajes para registrar la extinción. En el pasaje Altair, que consta de 17 casas, han muerto ocho personas desde 2002 hasta ahora. En el matrimonio formado por Gonzalo Salazar y Alicia Luna ambos murieron de cáncer en 2004, con una diferencia de seis meses.

Carlos Rodríguez murió en 2006 de cáncer al pulmón. Anita Zapata, murió de cáncer en 2008. Félix Jorquera, en 2009, de un tumor maligno en el cerebro. Óscar Morales, en el año pasado, de cáncer al páncreas. Solo dos vecinos de ese pasaje fallecieron por otra causa: la señora Lola, de un infarto y Nino, de 43 años, atorado con un pedazo de carne.

Dando la vuelta, en el pasaje Las Pléyades, el cáncer asoló a familias completas. Tres hijas de la familia Fuentes murieron desde 1996 hasta el año pasado. En otra casa, la viuda María Arriagada tiene un caso parecido. Dos de sus tres hijos hombres murieron de cáncer al cumplir los 50 años y también su esposo al llegar a los 70. En la calle Las Tres Marías, además del marido de Georgina, en 2010 murió el marido de Ana García, Juan Torres, de 55 años, de un fulminante cáncer pulmonar sin nunca haber fumado. Su propia hermana Lidia García recibió la sentencia el año pasado: le diagnosticaron un tumor maligno en la órbita de su ojo derecho.

En la parroquia de Nuestra Señora de Apoquindo o en el Salón Evangélico Pentecostal, donde velan a los muertos del barrio, no se sorprenden cuando alguien muere de cáncer. –Lo raro aquí –dice Ana María Valenzuela de la Pastoral Social, que da la comunión a los enfermos desde 1996– es que velemos a alguien muerto por otra causa.

Debe forzar la memoria para recordar los casos: un infarto, dos de diabetes, uno atropellado. Todo el resto, cáncer. Sus propios padres, Sergio Valenzuela y Adela Aracena murieron de melanoma múltiple en 2010.

En el aledaño pasaje Bellatrix, la dirigente Susana Ulsen explica que de las 17 casas de su calle, en al menos diez algún miembro de la familia murió de cáncer en los últimos años. Andrés López, a la próstata; Rosamel Ojeda, al pulmón; Julio Troncoso a la próstata y Radomiro Figueroa de un cáncer indeterminado. Las mujeres sufren cáncer de mamas por montón. De una foto de 1980 donde aparecen 20 pobladores y dirigentes felices, solo sobreviven tres. El resto es un muestrario de cáncer fatal. Elvira Saavedra, hermana de Georgina, recuerda que en enero de 2008 en menos de 15 días 6 vecinos que estaban enfermos murieron de carcinomas. Uno tras otro. –No terminábamos de llegar del cementerio cuando ya estábamos partiendo a otro cortejo– dice con una risa sombría.

Tanto llamé a las pompas fúnebres que la funeraria Carrasco me dio una tarjeta de "cliente frecuente". "Cliente Preferencial" dice el tétrico documento. En su familia, su marido Daniel Cornejo aún está vivo, pero este año le diagnosticaron cáncer a la próstata. Y a su gato le salió un tumor en un ojo. Lo llevó al veterinario: cáncer. La cuenta que llevan los vecinos dice que, en la última década, entre 10 y 15 personas –en su mayoría mayores de 55 años– mueren cada año por tumores malignos en esas cuatro manzanas. Un centenar de casos. El Departamento de Estadísticas del Ministerio de Salud, dice que de 100 mil habitantes, 130,2 murieron por tumores malignos durante el año 2008. Si se extrapolara la cifrra alguien podría concluir que de esos 3.200 habitantes originales del sector, deberían morir anualmente no más de tres adultos de cáncer. La comparación no tiene rigor científico, pero sirve de referencia.

El dirigente que duda

En toda la literatura especializada se considera la incidencia (los casos extra de lo previsible) de cáncer y leucemia como uno de los efectos retardados de la radiación de baja intensidad. Manuel Rodríguez, dirigente vecinal desde hace 12 años en Vital Apoquindo, sin embargo, duda: –Ver para creer… Me parece rara la cantidad de cáncer en el sector, claro, pero me gustaría que alguien me demostrara si tiene relación o no con el reactor.

No hay datos cuantitativos fiables porque nadie ha investigado el extraño fenómeno que ocurre en la villa. En Nueva Bilbao, el Mini Consultorio Comunal de Salud registra a los enfermos del barrio en tiempo presente.

–Ahora hay 30 casos de cáncer en tratamiento –dice el dirigente Manuel Rodríguez– 6 están postrados. Otro, Eduardo Calvo, ya murió hace 15 días. Para mí eso es normal. Siempre hay cáncer. ¡Yo insisto! El asunto es que alguien nos demuestre si está conectado a alguna sustancia en el agua, en el suelo o al reactor. El dirigente tiene 57 años y parece sano. Su familia también. Pero al escarbar en su pasado su escepticismo se agrieta. Cuando nació su tercer hijo, en 1976, venía con un severo daño en la médula espinal y en el cerebro. Alcanzó a vivir 11 meses.

–Recuerdo muy bien ese año tan triste… De 20 niños que nacieron en esta misma cuadra, entre 1974 y 1976, seis venían con malformaciones. Tuve mucha rabia e inmediatamente pensamos en la radicación del reactor que recién habían echado a andar.

Aunque las noticias de Japón volvieron a encender la alarma, el temor de los vecinos no es nuevo. Viene, incluso, desde antes que en 2009 se hicera público el bullado caso de los conscriptos, cuando un grupo de 64 uniformados que estuvo a cargo de la custodia del reactor nuclear de Lo Agurire entre 1988 y 1989, denunciara que tres de sus miembros murieron de leucemia y otros 12 tienen cáncer supuestamente por radiación. Desde 2005 los vecinos de Vital Apoquindo ya encontraban raro el alto número de enfermos de cáncer entre sus adultos mayores. Se acercaron a la Comisión Chilena de Energía Nuclear (CCHEN), a la Municipalidad de Las Condes, al diputado Nicolás Monckeberg y a la Corporación de Salud. Pero no han recibido una respuesta, salvo charlas explicativas. Manuel Rodríguez vive en la esquina más cercana al reactor.

Muchas veces oyó sonar las alarmas en medio de la noche. Vio subir los carros de bomberos. Pero jamás se les advirtió de algún peligro. Siempre se les dijo que eran maniobras de rutina. Vital Apoquindo era una calle de tierra. De Las Condes venían cazadores con sus escopetas al hombro rumbo al cerro San Ramón. –Una vez –dice– los científicos nos dijeron que mejor no comiéramos los conejos que cazábamos cerca del reactor. Que estaban todos contaminados.

La Comisión Chilena de Energía Nuclear realizó en octubre del año pasado una nueva charla tranquilizadora a los vecinos de la Vital Apoquindo. Consultado para este reportaje, Jaime Salas, el director ejecutivo de la CCHEN respondió que desde 1974 "se realiza un monitoreo sistemático para detectar la radiación ambiental a través de muestras de aire, pasto, suelo, etc, y que "en el caso del reactor de La Reina, por existir un programa sistemático de larga data, es posible, a partir de los valores medidos, estimar que las dosis de radiación recibidas por el público en el período 1990-2008 alcanzan un valor muy inferior respecto de los establecidos por la normativa nacional y los recomendados por la normativa internacional". Indicó también que los protocolos obligan a registrar cualquier incidente o accidente y que "los reactores de la CCHEN no registran incidentes nucleares o radiológicos".

Reactor militar

–¡Va a negar que el reactor nuclear de La Reina tuvo una emergencia el 22 de mayo del 2008! –inquirió enérgico, en una sesión en el Congreso, en octubre del 2009 el entonces diputado Iván Paredes golpeando la mesa al presidente de la CCHEN, Luis Frangini– ¿va a negar que un trabajador puso una placa de internit en un ventilador y que el reactor se sobrecalentó generando una alarma que tardó ocho horas en ser solucionada?

–Sí, señor presidente, ese evento ocurrió –admitió Frangini –Pero hay que distinguir –continuó– entre incidentes y accidentes nucleares. Accidentes no ha habido. Incidentes sí. Para eso existen alarmas y procedimientos. No hay un laboratorio 100% perfecto que no sufra alteraciones propias de su labor.

La Comisión de Derechos Humanos de la Cámara de Diputados investigaba el caso de los conscriptos supuestamente irradiados. Según la demanda que ellos presentaron contra el Estado, en marzo de 1989 el teniente Fernando Quinteros ordenó a un grupo de conscriptos que vigilaban los reactores secar con sus propias toallas un extraño líquido que manaba en Lo Aguirre muy cerca del núcleo, donde solo entraba personal calificado y bajo un procedimiento de seguridad. Tres de ellos murieron de leucemia.

Arturo Cofré, a los 8 meses; Luis Gómez, al año siguiente y Mario Mella Tapia, en 2010. Entre los 64 conscriptos hay 3 casos de leucemia y 12 de otros cánceres diagnosticados. Al año siguiente de ese caso, el reactor de Lo Aguirre fue apagado. Solo sigue en funciones el de La Reina. Desde 1990 es auditado por la empresa francesa Bureau Veritas, que vigila centrales nucleares en una docena de países.

El Centro de Estudios Nucleares de La Reina actualmente sólo funciona los viernes para activar radioisótopos para los distintos aparatos médicos de hospitales y clínicas que –paradojalmente– se usan para combatir el cáncer. Hace pocos días abrió la puerta a las viudas de Vital Apoquindo.

Las acompañamos. Primera vez que estas mujeres entraban al núcleo del reactor. Miraban desorientadas los viejos computadores a perillas que parecían sacados de una película de los 70.

Dato curioso: el personal a cargo ese día bordeaba los 50 a 60 años. Varios trabajan en los reactores desde su fundación en 1974. Juan Bravo, el ingeniero a cargo de la seguridad del material radioactivo lleva 30 años en la CCHEN. Le dice a Georgina, parado al borde mismo de la piscina de 11 metros en cuyo fondo azul, bulle de neutrones de uranio:

–Llevo 30 años trabajando a metros del núcleo. ¡A metros! Y esta es toda mi protección especial –muestra sus jeans y su camisa de oficina– y nunca he tenido problemas de salud. De las 2000 mil personas que han trabajado en las oficinas y laboratorios de los reactores de La Reina y Lo Aguirre, sólo seis han muerto de cáncer. A Bravo le parece una cifra normal. Otro operario del núcleo vestido de cotona y overol dice lo mismo con muy buen humor:

–¿Me ve una pierna más corta, alguna deformidad? –le dice a las vecinas–. Con todo lo que sé, si yo tuviera el más mínimo miedo de que la radiación me afecta en este trabajo, no llegaría tan campante ami casa a echarme en el sillón con mis nietos. Georgina mira a la señora Mariluz. Y ambas se abandonan en una tibia sonrisa que más refleja incomprensión y abandono. –Pucha, qué suerte tiene. Porque mi marido y el marido de ella, no alcanzaron a disfrutar su vejez– responde Georgina. Nos gustaría saber la explicación.

–Cómo me gustaría dársela –le dice el ingeniero Bravo– pero no la tengo. Dudo que la poca y nada de energía nuclear que acá se maneja tenga relación con eso. Está ciento por ciento seguro de que en ese laboratorio que apenas se usa para fines médico-científicos, no hay filtraciones ni contaminación al ambiente. Aunque los vecinos de Vital Apoquindo demuestren contra viento y marea que su tasa de cáncer es varias veces mayor a la media nacional, es un largo trecho concluir que la radiación del controlado y archisupervigilado y pequeño reactor de La Reina sea la causa.

Hoy, la Villa Vital Apoquindo está rodeada de condominios y departamentos. Delante del reactor se construye un campo deportivo y, a sus espaldas, muy pronto edificarán condominios de 6 mil UF. A diferencia de los conscriptos, las viudas del barrio no buscan juicios ni indemnizaciones, pero sí que por lo menos alguien las escuche, investigue y les dé respuesta a esta sospecha que sigue rondando amenazante por los pasajes del barrio.

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