Los niños de Tongoy

Los balnearios de Chile sólo existen en verano, en las estadísticas del turismo. En invierno muchos de sus habitantes viven una aburrida pobreza. Ésta es la historia de un grupo de adolescentes que deambula por las calles de Tongoy, abandonados a su suerte. Nosotros deambulamos con ellos.




Lejos está el verano y, a primera vista, Tongoy es un balneario de elegante decadencia, donde no sucede nada. Calles de casas bajas y, en una península, añejos hoteles de veraneo tapiados de polvo amarillo. Palmeras que se secan al sol. Moscas y sueño en el mercado semicerrado. Sólo un tumulto a pie interrumpe una calle vacía, próxima a la Plaza de Armas.

–¡Cacha, cacha! Llevan un muerto en la camioneta… –grita una docena de adolescentes echados en una escalinata de piedra que se usa de atajo. Todos dejan sus puestos y se asoman a la baranda. Es un desgranado sepelio con un ataúd en una camioneta a cielo abierto.

–Joyita el funeral –dice el Dani, un chico de mirada agresiva en un rostro infantil.

–Puro filete –dice otro.

–Ja, ja, ja –ríen el Fito, el Mauri, el Arturo, el Franco, el

Cañaña y el Chino.

Sobre el grupo pesan varias denuncias por hurto y robos. Varios de ellos han catado ya el aroma del calabozo de Tongoy por sospecha. Tres tienen su propio archivo. Algunos vecinos esperan que cumplan los 18 para encarcelarlos sin piedad. Otros quieren rehabilitarlos. A la pandilla, de entre 12 y 16 años, la bautizaron como Los Pincheira. Ellos se refieren a sí mismos como Los Niños.

Los deudos del sepelio miran hoscos al grupito y desaparecen rumbo a la iglesia. Ellos vuelven a lo suyo en la escalera que, básicamente, consiste en dejar pasar las horas, fumar y escupir, mirando a Tongoy desde lo alto.

Como buitres.

Dueños en la calle

El dueño del restorán Sin Rival, ubicado en la Plaza de Armas frente a la parada de los buses y la oficina municipal, revela las coordenadas de Los Niños:

–Ah, sí, esos cabros… – e indica la escalera, 100 metros más allá, que sube la colina detrás del liceo donde está la mayoría de las cabañas y hoteles… –Acá los conocemos desde chiquititos–. Dispara varias biografías hechas de rumores, y advierte: –Si va escribir de ellos, no olvide decir cosas buenas de Tongoy, de las playas, los atractivos turísticos–. Y recita una larga lista de cosas cerradas en invierno.

Los niños cambian de posición en la escalera para pasarse cigarrillos Derby y garabatearse, con los pantalones a mitad del traste. Siempre los acompañan sus galgos Látigo y Sendero, con los que cazan liebres en el campo.

No hay puesto de frutas ni almacén donde no hayan metido mano. Los más chicos arrancan con un melón, una bebida, dos tomates. Los más grandes, con ropa usada, lentes, cigarrillos. Para comer algo, dicen, "por hueviar también". No han asaltado ni se han metido a casas. Existen rumores, pero no denuncias concretas.

Los Niños no son la mayoría de los adolescentes de Tongoy, pero sí reflejan las carencias del lugar. La madre de Fito estuvo presa por tráfico de drogas. El padre aprovechó y lo abandonó con unas tías; éstas también se deshicieron del bulto y lo entregaron a una familia acomodada de Santiago, veraneante habitual de Tongoy, donde se quedó cinco años.

Fito recuerda algunas calles, la torre Entel, La Moneda. Entre los seis y los once años, tuvo de todo: skate, juegos de video, ropa, una pieza para él solo, un buen colegio. Los otros hijos de la familia lo estimaban. Trataron sus problemas de lenguaje y aprendizaje en una escuela especial. Aquella familia estuvo a un tris de adoptarlo, pero se toparon con que Fito, a los 10 años, ni siquiera existía legalmente pues no estaba inscrito en el Registro Civil.

Como varios niños en Tongoy.

Los trámites de adopción avanzaron junto con la condena de la madre. Pero ella salió antes de lo previsto y las tías y una abuela la persuadieron de recuperar a su hijo. El asunto es que Fito volvió hace cuatro años a Tongoy a vivir sin lujos: duerme en un catre desvencijado junto a un hermanastro menor. Los otros cuatro duermen en otro. Su padrastro y la madre, en lo que vendría a ser el living. El piso es de cemento y tierra; las paredes de tabique de pizarreño. Hay unos cuantos muebles, una cocina, ollas, bacinicas, una llave de agua en mitad del patio donde llenan baldes. Alcantarillado hay desde hace poco.

La casa no es más pobre que las del entorno, a tres cuadras del centro de Tongoy. Aquellas que los turistas consideran el sello pintoresco del pueblo. En verano los habitantes se esfuerzan por ser así: pintorescos, atentos. Pescadores y artesanos tienen mucho que hacer. Además de sus quehaceres habituales, venden pan amasado o cuidan autos, pero en invierno hay poco en qué gastar el día. Un café internet y una multicancha donde rasparse las rodillas, pero en general, nada. Para los jóvenes, salir a cualquier ciudad cercana es demasiado caro, así es que sólo tienen la playa vacía, la Tv y, para horror de los padres, las esquinas.

El Fito pasa todo el día en la calle

–Este flaite ya ni siquiera va a la escuela… sólo va a pechar almuerzo, ja, ja, ja –acusa el Cañaña, un amistoso y risueño rubio bajito. Fito le devuelve un manotazo.

Pese a sus 14 años, la piel del Fito está perdiendo la suavidad infantil bajo el sol y la calle. La visera no lo protege. Su vocabulario lo componen 25 palabras, unos cien garabatos y una variada gama de chiflidos. A todo responde "eco".

–¿Es cierto eso Fito?

–Eco…

Ríe con oscura preocupación. Fue su mamá quien lo retiró de la escuela y, desde entonces, por orden de su nueva pareja, ella misma cruza todas las mañanas una cadena en la puerta de la casa, para que el Fito no entre. Él nunca sabe si cuando vuelva en la noche la cadena estará puesta o no.

No es el único. La mamá del Mauri se fue con un circo y ahora vive con su padre, quien trabaja todo el día fuera de la ciudad. A él lo retiraron de la escuela en séptimo básico y pasa solo en la casa, fumando pasta base cuando puede. El padre del Chino murió en el mar; él va al liceo, pero se lleva pésimo con su madre y sus hermanastros. Al Pepe también lo sacó de la escuela su padrastro y ahora deambula a su suerte. El Dani no pesca a su madre, consumidora de pasta base, y él, por su cuenta, también dejó la escuela. El resto sólo va al establecimiento escolar por el almuerzo. Se guardan el pan en el bolsillo y con eso pasan el resto del día.

Líos en la escuela

Cuando la mamá del Fito fue a buscar a su hijo por primera vez a la comisaría hace un año –fue detenido por no portar carné de identidad (no tiene)–, ambos se volvieron a mirar de nuevo a través de las rejas de un calabozo, en un triste guiño del destino. Cinco años atrás, era Fito quien, peinadito y ordenado, visitaba a su madre, recluida en la cárcel de La Serena por tráfico de drogas.

La mujer, de mirada desconfiada, amedrenta a quienes preguntan por su hijo. Tiene poco más de 30 años pero aparenta mucho más, curtida por la vida, por los seis hijos de varios padres, un ex marido brutal, la pobreza, la prisión y un duro trabajo de sol a sol en una cocinería de mariscos.

Cada mañana, Fito se tira catre abajo y parte a la calle. Con sus chalecos llenos de hoyos, una gorra, zapatillas raídas, polerones desteñidos.

A todos asalta la misma duda, incluso a sus compinches:

–¿Por qué volviste Fito?

–Soi ahueonao culiao, yo me habría quedao… –le dice el Chino, brutal y seco para increpar a Fito, pero huraño cuando le preguntan por su padre, muerto en un naufragio.

Fito no sabe muy bien por qué está aquí y no con su casi familia adoptiva de Santiago. Levanta los hombros y, por 50 pesos, se enfrasca en un juego de video en el que descuartiza a sus adversarios con una motosierra.

Ante tal abandono, el pelo corto que Fito trajo de Santiago le duró sólo un par de años. En la única escuela de Tongoy, empezó a tener problemas de conducta serios. Se creó un grupo de amigos espontáneo, como si una conjunción planetaria hubiera producido una docena de Fitos en Tongoy, todos pobres y abandonados por su padres. Empezaron los desmanes más grandes que hayan visto los habitantes, poco acostumbrados a niños problema: que destriparon a un perro para horrorizar a los más chicos, que un profesor tuvo que llevar a un carabinero a la sala para hacer las clases, que se exhibían en el baño delante de las niñas, que saltaban la reja y se iban a callejear. Que andaban con cuchillos.

Salieron en la portada del diario local cuando uno de ellos empujó al suelo al octogenario portero, don Luis, en un forcejeo para escaparse de la escuela.

–No fue para tanto, dice él. Son niños y se les pasó la mano no más. Si les pido ayuda con esas cajas (gigantescas cajas de pescado que el anciano no podría solo) me ayudan.

Los suspendieron, los castigaron, pero nada resultó, porque nadie los soportaba mucho rato. Este año, una nueva directora intenta rehabilitarlos a su manera. Trajo dos profesores de Coquimbo para que les hicieran clases de mecánica usando un oxidado Fiat 600. Los Niños detestaban la chatarra. Empujaron el rastrojo de auto hasta la orilla de un río para tirarlo al agua. Como no pudieron, lo molieron a patadas. Hoy quedan sólo restos. Los profesores se rindieron ante los pequeños demonios.

Las fuerzas vivas

Como no hay otra escuela para reubicarlos, la directora les ofreció retirarse, irse a un hogar de menores del Sename o terminar simbólicamente octavo básico yendo sólo a clases de fútbol. Tres de Los Niños –Dani, Pepe y Arturo– fueron retirados por los padres y otros cuatro tomaron el fútbol.

Un día a la semana, el ex entrenador de Coquimbo Unido, Eugenio Julio, les inculca algunas reglas de comportamiento. Con camisetas donadas y zapatos de fútbol prestados, los martes entrenan con una pelota de cuero y a veces juegan de visita en canchas de pasto, de las que no hay en Tongoy.

El entrenador conoce bien la calle. Ahí empezó a jugar y ahí lo descubrieron. En sus años de gloria llegó a jugar en Colo-Colo. Estima a sus alumnos y los observa con ojo agudo para ver si alguno tiene talento.

–Tener un talento innato para algo, para el deporte u otra cosa, es lo único que podría salvarlos.

Otro que quiere evitar que se pierdan es Lucio Salfate, un pandillero redimido y galán del balnerario que ha vuelto a Tongoy después de 10 años. Tiene un historial de mochas y por eso Los Niños lo respetan. Trabaja en la Delegación Municipal. Por primera vez en Tongoy, él organiza recitales y actividades para la juventud. Cada vez que los ve, en lugar de gritarles, los aconseja y les da pequeñas responsabilidades.

–No vayan a consumir droga, ¿oyeron?, estudien… no hagan cagás… ¿ya?

Los invita a una triatlón por la playa, a campeonatos de vóleibol en la arena. O a la inmensa celebración del Día del Niño en La Pampilla de Coquimbo, donde más de 10 mil niños pobres de los pueblos del interior disfrutaron de circos, juegos y entretenciones acordes al menguado bolsillo comunal.

Los Niños se fueron amontonados al final del bus, pero se portaron bien. La noche anterior un trío de ellos se bebió un chimbombo (una garrafa plástica de vino). Se compraron unas mentirosas (pastillas de menta) y se fueron a celebrar el Día del Niño con la caña.

El kiosquero, agente de ventas de Tur-Bus, oficial del Registro Civil y dirigente vecinal, Ernesto Villarroel, se ha interesado por Los Niños y tiene su interpretación:

–Es como si se nos hubiera olvidado que existen jóvenes pobres. El germen de todo son las familias mal constituidas, el abandono, la falta de cariño. Los padres trabajan todo el día y los dejan solos.

Y añade un peculiar comentario zoológico:

–Acá las chicas tienen hijos como conejas y después los dejan crecer como pajaritos.

Denunció el problema al diario de La Serena, en abril pasado. Con el titular en la mano, el alcalde de Coquimbo reaccionó de inmediato. Ordenó un plan integral de la comunidad para reorientar a los jóvenes. Del Departamento de Educación han enviado a cuatro profesionales: una sicóloga, dos profesoras y una sicopedagoga. "Las fuerzas vivas" de Tongoy se organizaron y presentaron proyectos. La multicancha. Una pista de skate. Los feriantes quieren darles trabajo como repartidores. Los proyectos avanzan. Las carpetas engordan.

La acción coordinada de la comunidad al menos salvó a un trío de niños que merodeaban la pandilla. Ítalo es uno de ellos. Todos lo dan como ejemplo, los profesores, los sicopedagogos, el dirigente vecinal.

–Ítalo ha cambiado –dice su madre, la Kung Fu, una feriante que vende pescado en la feria. Ítalo se ve ordenado y limpio al salir de la escuela. Su abuela, sin embargo, cree que el mejor sicopedagogo fue un tío de mirada terrorífica que un día, con sus manazas, le apretó el cogote a uno de Los Niños:

–Si te volví a meter con mi cabro chico –lo amenazó– te vamo a sacarte la cresta a voh y a los otros hueones.

Santo remedio. Ítalo dejó el grupo, volvió a clases, toma sus pastillas y obedece a su madre. Cuando el tío vuelve del muelle y lo divisa, le hace educativos gestos de cortarle el pescuezo si lo pilla en algo malo.

Otro de Los Niños, el Tabi, intentó hacer algo con su vida, como pelotero de las canchas de tenis de Puerto Velero, el exclusivo condominio. Mil pesos diarios más propinas fue la promesa. Caminó dos meses completos los 3 km entre Tongoy y Puerto Velero, por la playa, y trabajó 10 horas diarias. Siempre volvió con los mil pesos. Nunca le dieron propina.

Los robos y los hurtos

Al verdulero Yamal Abud, Los Niños lo tienen de casero. Desde las oficinas municipales, en la Plaza de Armas, se ve como todo el día la patota le echa el guante a sus estantes. Una bebida. Después fruta. Hasta una cabeza de ajo. Cajetillas de cigarrillos. Otro locatario le dice:

–Me cansa que te roben, Yamal… haz algo. Él se encoge de hombros. Después de que los denunció a Carabineros lo dejaron en paz por un rato. Pero vuelven y él los corretea, así se lo llevan. Cuando está de buenas les da un cigarrillo.

El Dani y el Chino tienen artes más perfeccionadas. Caminan por la feria de los viernes haciéndose los choros, fumando, con Látigo y Sendero detrás. El Dani se queda viendo ropa usada en un puesto. Cuando pasa el lote llamando la atención, por detrás del colgador se mete uno de los más chicos, agarra una prenda y se escabulle como conejo.

Al rato, llegan a la escalera, el punto de encuentro, con un pantalón y un par de lentes baratos. Pelean un rato, medio en serio medio en broma. El Dani vende el pantalón a dos lucas a otro del grupo. El Chino se queda con los lentes.

Antes, muchos de Los Niños trabajaban. Iban al muelle en la noche a cargar jibia, un calamar que se extrae por montones en Tongoy. Ganaban entre cuatro y ocho mil pesos por noche. Pero los sicopedagogos le vieron dos problemas al trabajo infantil: se amanecían, y por eso no iban a la escuela, y tenían plata para comprar pasta base entre los pescadores del muelle. Ahora no van a la escuela y el sindicato nos los deja trabajar. Una cosa por otra: momentáneamente, la droga queda fuera de su alcance, pero andan sin nada que hacer, con los bolsillos vacíos, y roban.

Después de la alarma pública y de salir en el diario, ahora son los sospechosos de siempre. Si ocurre algo, se convierte en un rumor terrible. ¿Una niña quedó embarazada a los 12 años? Fueron ellos. Un robo en un auto, ellos.

"Aquí, en Tongoy, los patos malos-malos no son ellos, son otros" –dice un carabinero quien dice que le apenaría llevar preso a alguno de Los Niños, pues varios son sus vecinos.

El estigma social que ha adquirido el grupo en sus cortos años les pasa la cuenta. Van a quedar sin educación o con apenas octavo, pero no se aterran: el muelle está lleno de tongoyanos con menos que eso. El problema es que se sienten rechazados. Por las miradas de las señoras cuando andan cerca. Que les digan Los Pincheira. Que les griten sinvergüenzas. Antes los saludaban. A estas alturas, no saben cómo cambiar eso.

El pimiento

La ciudad duerme siesta entre la una y las tres y media. Tongoy, que ya está semivacío, queda desierto. Y, como a Los Niños los echan de todos los sitios o la policía los observa, se alejan por un sendero hacia un viejo pimiento a la orilla del río. El árbol es un mártir. Ha soportado quemazones, tiene ganchos quebrados, múltiples tallados de corazones, un columpio de una sola cuerda. Es como el gigante egoísta de Oscar Wilde que les extiende sus brazos para que trepen. Allí se juntan con la única niña del pueblo que se les acerca, la hija de una mujer del bulín de putas y night club, El Canario.

Cuando llega, Fito le mira embobado los ojos pintados de celeste. El Tabi se tira clavados al río desde el pimiento. El Dani se vanagloria de sus músculos. El Cañaña le habla y le habla. Ella ríe y los observa. Luego se va. Pero hasta del night club los echan. Una vez Los Niños la fueron a buscar allí y las putas les soltaron los perros.

Con media botella de pisco, la amargura brota junto al árbol. Pepe, abandonado primero por su padre y despreciado después por su padrastro, vio todo negro cuando éste lo retiró de la escuela. Tenía 14 años y tuvo todo listo para suicidarse: una cuerda, una carta, algo rápido y simple. Indica la rama del pimiento. Los Niños hicieron que desistiera.

De pronto los perros Látigo y Sendero enderezan el esqueleto y se disparan tras una liebre del campo. Si la atrapan es una fiesta, Los Niños harán un asado hasta el anochecer. Pero ese día fue una rata.

Ya oscureciendo, la pandilla vuelve a Tongoy deambulando por las poblaciones. Un auto gris acecha el pasaje.

–Andan los tiras, parece…

Se refugian en la casa del Mauri, donde escuchan rap en unos sillones desvencijados. Luego siguen callejeando hasta la noche, cuando se dejan caer por sus aproblemadas casas. El Dani, el Tabi, el Mauri, el Chino y el Cañaña se despiden hasta el otro día, que será igual que el anterior y que el siguiente. Hasta que llegue el verano, los autos, Tongoy se llene de gente y los habitantes se lancen a la frenética caza de turistas, y ellos, Los Niños, desaparezcan en el tumulto veraniego de Tongoy. Siempre que el destino no decida antes su suerte.

Fito es de los últimos en despedirse. Llega hasta su casa. La débil puerta está encadenada, pero la mamá le dejó la ventana abierta por la que él se cuela como un gato.

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