Anchoas en Collioure

Salar las anchoas, la tradición gastronómica más arraigada de este pueblo medieval del sur de Francia, se niega a desaparecer, aunque este diminuto pez sea cada vez más escaso en sus costas.




Paula 1178. Sábado 18 de julio de 2015.

Salar las anchoas, la tradición gastronómica más arraigada de este pueblo medieval del sur de Francia, se niega a desaparecer, aunque este diminuto pez sea cada vez más escaso en sus costas.

Hubo un tiempo en que en las aguas cristalinas de Collioure, la pequeña cala medieval anclada frente al Mediterráneo en el sur de Francia (a 26 kilómetros de la frontera con España), las anchoas nadaban a destajo. Los primeros en darse cuenta de que estos pequeños pescados se podían conservar por largo tiempo a través de la técnica de la salazón fueron los fenicios y griegos que habitaron esta zona antes de Cristo. Lo que seguramente ni se imaginaron es que al hacerlo cimentaron una tradición gastronómica que se extendería por siglos. De hecho, los romanos siguieron con el rito que, más tarde, adquirió un especial potencial comercial a partir de 1466, cuando el rey Luis XI eximió a los habitantes de Collioure de pagar el impuesto a la sal. Así, el pequeño puerto y su playa rocosa comenzó a atiborrarse de barcas de pescadores, que buscaban una tajada de las bonanzas que arrojaba la naciente producción de anchoas en conserva.

De los treinta talleres saladores de anchoas que funcionaban en Collioure a principios del siglo pasado, hoy solo quedan dos: la Maison Desclaux y la Maison Roque & Cie. Para sobrevivir, debieron salir a buscar anchoas a otros lados: a España, a la costa del norte de África e, incluso, a Mar del Plata, Argentina.

La abundancia de anchoas por entonces y la arraigada tradición por conservarlo en sal, hizo que a principios de 1900 en Collioure floreciera una industria de la salazón. Dicen que ese fue su siglo de oro, que los catalanes –como llamaban en la zona a los barcos pesqueros– salían a la mar y sus marineros, tras lanzar sus redes, volvían cargados con toneladas de sardinas, atún, bacalao y, por supuesto, anchoas. El proceso de salazón lo llevaban a cabo las mujeres de los pescadores, quienes las guardaban en grandes barriles, cubiertos con cerros de sal. Luego las seleccionaban, descabezaban, les limpiaban las vísceras, las cubrían nuevamente de sal y las guardaban entre 5 y 8 meses para que adquirieran el color, la textura y el gusto que las hizo únicas. Eran esas mujeres, a quienes llamaban "anchoïeuses", las que vestidas de riguroso negro y escondiendo el pelo bajo una mantilla tejida o un pañuelo, por las tardes se sentaban en la rocosa playa de Collioure a zurcir las redes de los barcos pesqueros.

Pero lo que nadie pensó en esos años es que la sobreexplotación de las anchoas las llevaría prácticamente a desaparecer de esa parte de la costa del Mediterráneo, medio siglo después. De hecho, de los treinta talleres saladores que funcionaban en el pueblo a principios del siglo pasado, hoy solo quedan dos: la Maison Desclaux y la Maison Roque & Cie, los que, para mantener vivo el método de conservación, debieron salir a buscar anchoas a otros lados: a España, a la costa del norte de África e, incluso, a Mar del Plata, Argentina. Las pocas anchoas que nadan todavía en las aguas de Collioure solo se pescan en la temporada de otoño. A estas últimas, el 9 de septiembre de 2003, la Unión Europea les otorgó el sello de Indicación Geográfica Protegida, destacando en el comunicado oficial por el cual dieron a conocer la noticia, la particular maestría de las anchoïeuses para seleccionar las mejores anchoas, retirarle su diminuto espinazo sin destrozar su carne y hacer todo esto como finas artesanas: sin máquinas de por medio.

El proceso de salazón de las anchoas, tradicionalmente, lo hacían las mujeres de los pescadores.

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