El mapa y el territorio de Houellebecq

Si en sus libros anteriores la furia del francés Michel Houellebecq (1958) contra el orden sociocultural era corrosiva y desopilante, en su último libro –El mapa y el territorio– sus personajes están mucho más serenos y reflexivos. Ya no despotrican, sino que intentan sentir algo al borde de la muerte y la grotesca frialdad que los amenaza.




Jed, un artista que parece un espectador de sí mismo, se obsesiona con un escritor patéticamente deprimido y solo, el propio Michel Houellebecq, que se dedica a ver cartoons de Fox y a tomar vino chileno, primero en un pueblo de Irlanda y luego en la misma casa provinciana donde se crió, en Francia. Antes y después de que esta relación ocurra, Jed se transforma en un artista hiperfamoso: fotografía mapas de las guías Michelin y pinta a diversas personas ejerciendo sus oficios (desde su padre, arquitecto, hasta Bill Gates y Steve Jobs), que se transforman en las obras de arte más caras de Francia. Pero la única real satisfacción que le produce el éxito es hacerse millonario, cosa que por lo demás lo hace sentirse un inútil. Jed está tan ensimismado y logra entender tan poco a los demás, que nada lo motiva de verdad. Arriba de su Audi, una máquina perfecta, no necesita nada más. "Apacible y sin alegría, definitivamente neutro". Y se siente muy bien.

Recién llegado a Chile, el nuevo libro del autor francés marca una total desilusión con la vida social y la desaparición absoluta del deseo. No hay ex amantes que den ganas de estrangular, ni prostitutas miserables e inquietantes, –como en sus novelas anteriores– sino una soledad amortiguada por escorts gélidas y elegantes, además de reencuentros que no llevan a nada. El amor es un objeto que se maneja en fines de semana en hoteles rurales rutilantes. La salida a esta abulia narrada con genialidad acaba en una parodia feroz: Houellebecq termina escribiendo una novela policial sobre el crimen de sí mismo como personaje. Los únicos amigos que tiene son, al parecer, los mismos de la realidad: su agente y Frédéric Beigbeder, el autor de 13,99 euros y Una novela francesa (Anagrama), que acaba de publicarse en castellano y es tan recomendable, divertida y crítica como esta. Pero Houellebecq ha logrado en este libro una proeza mayor: reírse de sí mismo, de la crítica y de la literatura con una seriedad y serenidad monacal, mientras atrás resuena una carcajada mucho más cruel y exquisita.

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