Los eslavos que conservan la luz

En un viaje de regreso a la tierra de donde vinieron sus abuelos, entre 1998 y 1999, la escritora Cynthia Rimsky pasó por Ucrania, Polonia, República Checa y Eslovenia buscando en esas tierras lejanas los sabores de su hogar. Esto es lo que descubrió.




Paula 1152. Sábado 19 de julio de 2014.

En un viaje de regreso a la tierra de donde vinieron sus abuelos, entre 1998 y 1999, la escritora Cynthia Rimsky pasó por Ucrania, Polonia, República Checa y Eslovenia buscando en esas tierras lejanas los sabores de su hogar. Esto es lo que descubrió.

De niña me asombraba que en mi casa la cocina fuese tan lenta y laboriosa, en cambio en las de mis amigos del colegio cortaban, freían, hervían o salteaban... y al plato. La diferencia se hacía más notoria al llegar el otoño, cuando mi abuela inmigrante lavaba los frascos donde conservaría las verduras y el pescado en sal, vinagre o azúcar. A pesar de que en Santiago los hay frescos todo el año, al abrir la alacena se tenía la impresión de que el mundo se iba a acabar. Aún recuerdo las yemas de los dedos de mi abuela atravesadas por las minúsculas rayas de las espinas de las anchoas, las visitas al mercado donde le entregaban por debajo de la mesa unos pescados que solo ella compraba, el olor a vinagre, el sabor a sal.

Apenas llegué a Kiev, quise comprobar si la comida de mi casa se le parecía. Era el año 1998 y, como la carta estaba en cirílico, me fue imposible distinguir las entradas de los fondos, los acompañamientos y los postres. Decidí visitar un mercado que encontré después de haberme perdido. Las vendedoras, en su mayoría mujeres, ocupaban cuatro secciones: una para las verduras encurtidas de todas clases, tamaños y colores; otra para las cremas ácidas y ricotas; una tercera para los arengues, sardinas, anchoas, carpas, lisas, bacalaos ahumados, salados o secos; y en la última, grasa ahumada, tocinos y fiambres. Era invierno y frescos solo había repollos, cebollas, papas y zanahorias. Recuerdo que compré un pan en el que metí un pepinillo y un trozo de bacalao. Soplaba el llamado viento frío de Moscú y en una casa rodante vendían, como en otras partes de la ciudad, chupitos de vodka a los peatones; mujeres con abrigos de pieles, oficinistas, estudiantes. Después del primer trago, di un mordisco a mi sándwich y una oleada de calor se extendió hasta los dedos de mis manos y pies, tal como ocurría en aquellos inviernos en Santiago en la casa de mi abuela, cuando probaba el borsch humeante con pan con ajo.

Al llegar a mi próximo destino, Eslovenia, a través de la ventana del bus reparé en unos trozos de tierra, de dos metros por tres, fuera de los edificios. Mi compañera de asiento me contó que a cada departamento le corresponde un terreno donde en primavera y verano cultivan las verduras que guardarán en frascos durante el invierno.

Ya instalada en Skofia Lokja, en la casa de la arquitecta que conocí en Capadocia, Mateja Kavcic, cayó la primera nevada. Cuando al día siguiente salimos, la vegetación había desaparecido y a lo largo de la semana presencié el entierro definitivo de los vegetales; si alguno sobrevivía, sería bajo tierra.

Hacía días que en esa parte del mundo había desaparecido el sol. Una noche que mi amiga esperaba visitas a cenar, tomó un canasto, me pasó otro, y bajamos la escalera hasta el subterráneo. Cuando Mateja abrió la puerta, vinieron a mí todos los olores de la tierra, madera, humedad, petróleo, sal, vinagre, alcohol, laurel, eneldo, pimienta. En una gigantesca cuba flotaban varios repollos. Sobre la tapa de madera, piedras para obligarlos a sumergirse. El muro estaba poblado de repisas con frascos. En azúcar y aguardiente se maceraban frutos rojos, peras, manzanas, duraznos, que mi anfitriona servía en una copita tradicional a los invitados que venían del frío exterior. En vinagre o agua con sal, los pepinos, zanahorias, betarragas, coliflores, tomates y porotos verdes, alcachofas, ajo, pimentones, cebollas, parecían vivos.

La madre de Mateja había aprendido los misterios de la conservación de su madre y esta, de su abuela. En la oscuridad del cuarto comprendí que lo que tenía al frente no eran ajíes amarillos, pimentones verdes, coliflores blancas, tomates rojos, damascos naranjas, arándanos violetas; lo que esos frascos conservaban durante el invierno era la luz del sol. Cada vez que alguien bajaba por uno, volvía a subir con ese brillo en sus ojos.

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