Memorias tristes y luminosas




Paula 1113. Sábado 19 de enero de 2013.

La periodista y narradora norteamericana, célebre por sus crónicas sobre cultura y política –recién reunidas en Los que sueñan el sueño dorado–, a sus 75 años, poco después de perder a su marido, enfrenta lo más terrible: la muerte de su hija y la falta de sentido bajo la que aparece su vida entera. Noches azules (Mondadori) son unas memorias tristísimas y, sin embargo, luminosas.

Joan Didion ha sido una de las periodistas y críticas más brillantes de su generación (1934), además de novelista premiada y autora de guiones para el cine y la televisión junto a su marido, John Gregory Dunne. Sobre él, con quien vivió cuarenta años y murió frente a ella de un ataque al corazón en la mesa de un restorán en 2003, escribió un libro feroz y dulce, El año del pensamiento mágico. Si ese libro era agudo y doloroso, Noches azules es aún más desgarrador: ahora escribe desde la muerte de su hija de 39 años, cuando sus recuerdos se vuelven atroces, sin sentido, y enfrenta la vejez sin ninguno de los poderes que otorga el amor incondicional.

Se trata, explica la autora, de una escritura hecha ante la última luz: los crepúsculos cegadores de luminosidad azulada en los que brilla el atardecer más allá de los trópicos. Noches aún frías que anuncian tanto la oscuridad como el fin del verano. "Las noches azules son lo contrario de la muerte de la luz, pero al mismo tiempo son su premonición", indica. Enferma, sola, sin ánimo, empieza un recorrido por su vida desde el fin, pero la necesidad de contar, de escudriñar, de preguntar, son capaces de encender una chispa de pasión en medio de la oscuridad.

A pesar de la vida entretenida y rutilante junto a sus exitosos y cultos padres, la hija de Joan Didion nunca pudo sobreponerse a una sensación de abandono. Murió a los 39 años y su partida dejó a su madre en una letanía desde la que parecen resonar los dolores más antiguos del mundo.

Uno puede llorar en la primera página, con el recuerdo de unas flores en el pelo de la hija –o solo con ver la foto de portada, la niña con cara de pena–, para luego sentir la furia ante una tragedia privada y común que se desenvuelve entonces con ternura. La niña, que era adoptada, se llamaba Quintana Roo –un nombre que escogieron de puro hippies, mucho antes de que existiera Cancún y la riviera maya se volviera un hit turístico–, y nunca pudo sobreponerse a una sensación de abandono, a pesar de todo el amor, de todos los cuidados, de la vida entretenida y rutilante junto a sus exitosos y cultos padres, miembros de la elite crítica de Hollywood, gente linda, fina e inteligente.

Didion se aplica en los detalles para emprender un cuestionario radical, implacable, a su existencia, a su maternidad, a su capacidad de ver a quienes tenía más cerca. Los recuerdos de un vestido viejo, de un sueño mal contado, de un poema infantil, de unas vacaciones extrañas, son las piezas de un rompecabezas imposible de armar, porque la vida cegada por la muerte no tiene orden ni provee ningún plan. Son esos pedazos los que conforman esta letanía en la que resuenan los dolores más antiguos del mundo. Didion se extingue, y en este libro muestra la luz tremenda y profunda que hay a esa hora.

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