Amor contra todo pronóstico

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Conocí a mi pololo actual, Ben, hace tres años y medio en un concierto de rock en el Liberty Stadium de Gales, Reino Unido. Él es periodista y fotógrafo galés y esa noche fue a hacer el registro del concierto. Recién hace nueve meses, luego de haber terminado nuestros pololeos respectivos y de haber hablado todos los días durante más de dos años y medio por Whatsapp y video llamados, decidimos volver a vernos y oficializar la relación. No nos habíamos vuelto a ver desde aquella noche que nos conocimos.

Entre medio han pasado muchas cosas. Ambos vivimos procesos personales intensos y tuvimos que cerrar etapas para poder estar juntos. Pero al día de hoy, no deja de sorprenderme que todo empezó, de manera fortuita, por una foto que él me sacó en el concierto y que salió publicada, al día después, en un medio local. De no haber sido por esa foto, en la que me etiquetó una amiga, probablemente nunca más hubiésemos hablado y cada uno hubiese seguido su camino en polos opuestos del mundo.

En ese entonces yo llevaba dos años pololeando y mi pololo me iba a acompañar en el viaje, pero a último minuto lo invitaron a ver una carrera deportiva. Ese era uno de sus sueños y rechazar la invitación hubiese sido un gran sacrificio, por lo que decidimos que él se iría a Estados Unidos y yo seguiría el plan original. Ya había comprado entradas a varios conciertos y no quería perder esas oportunidades. Además, mi amigo de la infancia, Manuel, también estaría en Europa. Llegamos a un acuerdo mutuo con mi pololo y decidimos viajar separados durante un mes. Volveríamos el mismo día a Chile y nos reencontraríamos en el aeropuerto.

A las tres semanas del viaje me puse de acuerdo con Manuel para ir a ver a Super Furry Animals, Public Service Broadcasting y Manic Street Preachers –un concierto de rock noventero en tributo al poeta Dylan Thomas– en un pueblito a una hora y media de Cardiff, donde estábamos alojando. Llegamos al estadio con ocho horas de anticipación y aseguramos un puesto en la primera fila, justo al lado de la reja que separa al público general del área reservada para la prensa. El pasaje de tren de vuelta a Cardiff lo teníamos para las cuatro de la mañana.

De a poco el estadio empezó a llenarse –fueron 29.000 personas a ese concierto– y a Manuel le tocó estar parado al lado de Lindsay, una galesa con la que inmediatamente empezó a hablar. Yo, que hasta el minuto lo estaba pasando mal por la lluvia, me quejé un par de veces, en inglés, pero no obtuve mucha respuesta. Mi amigo ya estaba totalmente inmerso en una conversación con su nueva amiga y yo me había quedado sola. Ben, que me había estado escuchando, se dio vuelta y me pasó una botella de agua por debajo de la reja. Me dijo: "Yo no te la pasé, y deja de quejarte". Esa fue la primera, y una de las pocas interacciones que tuvimos esa noche. Totalmente avergonzada, y sintiéndome como una niña malcriada, le respondí "Thanks and sorry". Ya lo había visto, al principio, y había llamado la atención su chaqueta pintada a mano, pero solo cuando me pasó la botella pude ver que era muy atractivo. Él –me contaría más adelante– se había fijado en mí porque contrario a las mujeres británicas, yo me reía. En un minuto, Manuel sacó la bandera de Chile y la colgó en la reja. Ben, en un tono burlesco nos dijo: "¿Es la bandera de Texas?". Pidió sacarnos una foto y después nos advirtió: "Trabajo en una agencia de prensa, así que quizás encuentren esta foto publicada en un medio local mañana". No dijo más. Tampoco nos pasó su contacto.

El concierto terminó y Manuel me preguntó porqué no le había pedido el nombre al fotógrafo si me había gustado. De manera automática le respondí que yo estaba pololeando y que no me había gustado. Además, solo había hablado dos minutos con él. A lo que Manuel, sabiamente, me respondió: "Tu pololo no está acá, se fue a otro viaje". Ese comentario detonó algo en mí; hasta el minuto no había logrado disfrutar el viaje, y seguía muy pendiente de mi pololo, con el que no había hablado tanto en esas últimas semanas. Creo que en ese minuto me enojé, y eso fue clave al momento de tomar la decisión de salir corriendo, como una loca y bajo la lluvia, detrás del fotógrafo. Le dije "¡espera!", y él me respondió: "No puedo seguir hablando contigo, me tengo que ir".

En el minuto, entre apenada y con rabia, me cuestioné si había sido por mi pelo inflado, por mis frenillos, y todas esas ridiculeces que después uno se da cuenta que no tienen nada que ver. Pero la verdad es que me había dolido y al poco rato me puse a llorar en un McDonald's de por ahí cerca. No entendía porqué me había gustado alguien si tenía pololo. Pero no le di más vueltas y al día siguiente me fui a Madrid. No fue hasta las siete de la tarde, cuando ya estaba en el balcón del departamento de mi tío, que una amiga me etiquetó en la foto que había sacado Ben. Debajo de la foto salía el crédito del fotógrafo y, sin pensarlo, lo agregué. A los pocos segundos el me agregó de vuelta. Ese acto, por más insignificante, fue clave para el desenlace de nuestra relación.

Empezamos a hablar desde el primer minuto. Primero cada cierto tiempo –él me comentaba las fotos o me mandaba algún dato, pero siempre en un tono amigable– pero ya estando en Chile, y un par de meses después, la frecuencia fue en aumento. Hasta que incluso nuestros pololos respectivos sabían. Mi ex me preguntaba si estaba hablando con Ben, de lo más natural, y su ex le decía "te mandó un mensaje tu amiga que habla español". Y así, hasta que un día, ocho meses después de mi retorno a Chile, Ben terminó su relación. En un principio, tomó la decisión de desconectarse y alejarse de mí un rato, y yo esperé pacientemente. Pero en ese tiempo que Ben desapareció, como si hubiese sido planificado, mi ex me dijo que quería terminar conmigo. Se había dado cuenta que su carrera estaba despegando y quería enfocarse en eso. Yo quedé súper mal y llegué a mi casa a hablar con Ben, la única persona a la que le quería contar. Él, por su lado, me contó que su ex lo había dejado con los dos niños; Sofía, que tiene ocho años y Oscar, que tiene cuatro. Estábamos los dos solteros, por primera vez desde que nos habíamos conocido, pero aun no asumíamos que queríamos estar juntos y ninguno daba el primer paso.

Empezamos, casi de manera inconsciente, a hablar todo el día, y en poco tiempo él se volvió fundamental, aunque a la distancia, en mi cotidianidad; nos esperábamos para comer juntos, veíamos series y compartíamos links, todo por Skype. Se estaba gestando una relación, y se hacía cada vez más difícil de refutar. En un minuto, cuando se murió un amigo muy importante, volví, en un acto infantil y para estar acompañada durante el luto, con mi ex. Pero ya era evidente que me gustaba Ben. Es más, yo sentí que mi ex había vuelto conmigo por pena, y la verdad es que cualquier intento de estar con otra persona, por más que yo lo seguía queriendo, se estaba volviendo incómodo y totalmente inútil.

Recién en agosto del año pasado, luego de la muerte de mi amigo, Ben me mandó un paquete lleno de dulces y libros para mi cumpleaños. Me confesó que había estado enamorado de mí desde la noche que me conoció y que no quería seguir haciendo el loco. Yo no sabía del todo como tomármelo, porque durante mucho tiempo hablar con él me había generado un sentimiento de culpa. Pero tampoco podía disimular la creciente atracción que sentía por él. En ese tiempo empecé un proceso de terapia y le hablé a mi psicóloga de mi amigo en el Reino Unido. Un día ella me preguntó por qué no estábamos juntos si de la hora que duraba la sesión, le hablaba 45 minutos de él.

Finalmente Ben me vino a ver poco después de mi cumpleaños el año pasado. Era la segunda vez que nos veíamos en la vida pero sentíamos que nos conocíamos de siempre. Al vernos decidimos que queríamos intentar estar juntos, costara lo que fuera, y que yo no iba a ser la persona que alejaba a sus niños de la mamá. Así que tomamos la decisión en conjunto de que yo me iría, en unos meses, a vivir a Gales con él y sus hijos. Sé que van a existir choques culturales, especialmente porque los británicos son muy fríos y pragmáticos, contrario a los latinos que somos más expresivos –desde que estamos juntos Ben ha aprendido a conectarse con sus emociones– pero no me imagino estando lejos de él después de tanto tiempo conociéndonos a la distancia. La verdad es que estamos muy afiatados, y eso no me había pasado ni siquiera con pololos que vivían a cuatro cuadras, por lo que no quiero dejar pasar esta oportunidad. Muchas veces pienso que lo podríamos haber dejado ahí. Incluso, en esos años entre medio, yo le contaba a ciertas personas que había conocido a alguien y muchos me decían "nunca has querido buscarlo?", a lo que yo les respondía "sí, pero no debo y él tampoco". Lo lógico hubiese sido dejarlo ahí, y no encontrarnos nunca más, pero era cosa de tiempo. Por suerte nos buscamos y nos permitimos, mucho después y contra todo pronóstico, estar juntos.

Catalina Sepúlveda (33) es periodista y estudiante de arte. Actualmente trabaja en una agencia de comunicaciones.

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