Por muchos años no me acordé de las situaciones de abuso que viví durante mi infancia. Pero aun así –y sin saber del todo por qué– dictaminé que nunca tendría pareja. Era mi subconsciente haciéndose presente incluso cuando seguía reprimiendo esos recuerdos. Hasta que, a mis 43 años y luego de recobrar la memoria y pasar por un proceso terapéutico profundo –que continúa–, conocí a Juan y me enamoré por primera vez.

Fui abusada desde los 7 a los 13 años y con más frecuencia en los años que vivimos en el extranjero. Nos fuimos a Brasil cuando yo era chica por el trabajo de mis papás y al no tener mayores redes, se dieron las instancias para que mi papá abusara de mí más seguido. No teníamos a nadie, vivíamos aislados y yo no habría tenido a quién contarle. Cuando volvimos a Chile, aunque en menor medida, los abusos continuaron. Hasta que a los 13 me detectaron una enfermedad en la columna y me tuvieron que poner un corset que me inhabilitó en muchos sentidos. Pero ese corset, que además dolía mucho, fue lo que me salvó la vida. Porque desde ahí en adelante los abusos pararon.

Durante mi adolescencia seguí con mi vida como si nada. Terminé el colegio, estudié psicología en la universidad Católica, trabajé y después hice un doctorado en psicología educacional en Salamanca. En todos esos años forjé amistades hermosas pero al momento de vincularme de una manera un poco más profunda no podía, más bien rehuía el solo hecho de pensar en tener una pareja. Si conocía a alguien que me interesaba, mi reacción automática era cortarlo al tiro. Algo me pasaba que no lograba enganchar más de tanto y nunca me detuve a pensar por qué. Ahora sé que mi cuerpo activó un mecanismo de defensa en el que el olvido y la negación fueron clave. Por mucho tiempo no conté con ninguna recolección de los hechos. Había optado por bloquearlos de manera espontánea.

No fue hasta que llegué de vuelta a Chile después del doctorado y que me vi en la obligación de volver a la casa de mis papás, porque estaba con poca plata, que se me vinieron los recuerdos –primero de a poco y después cada vez con más fuerza y claridad– a la cabeza. En esa época tenía 29 años. Recuerdo haber estado volviendo de Viña y se me vino una imagen que no pude descifrar. No supe muy bien qué era o por qué se me estaba apareciendo, hasta que empezó a cobrar más fuerza y a surgir con más insistencia. Me empecé a descompensar y sentí una necesidad por darle espacio y forma a estos 'recuerdos' reprimidos. Sentí, además, una profunda necesidad por verbalizarlos y empecé un proceso de terapia que hasta el día de hoy no concluyo. Porque en realidad, recuperarse del abuso no es un camino que tenga un fin concreto; es algo continuo que nunca se cierra del todo, si no que va evolucionando.

En ese momento mi terapeuta me recomendó conectar con el dolor. Me hizo ponerle palabras a lo que sentía y eso, en gran medida, me sirvió para poder lidiar con todos los altos y bajos que tuve de ahí en adelante. Porque una vez que se destaparon los recuerdos, fue difícil volver a un supuesto estado de 'estabilidad'; sentí euforia, sentí bajones y pasé por todo el espectro de emociones. Todavía me pasa que tengo ciertos minutos de angustia y pánico, y los flashbacks vuelven cada cierto tiempo. Especialmente cuando paso por la casa de mis papás, o cuando escucho las historias de otras personas que han sufrido abusos, o cuando alguien al lado mío levanta mucho la voz. Todas situaciones que me generan ansiedad, angustia y pánico. Por suerte seguí trabajando en lo mío, de profesora de psicología educativa, porque eso me mantenía un poco más conectada. Si no me habría vuelto loca.

Con el tiempo pude ver que se había gestado un trauma en mí, de manera inconsciente, y volver a relacionarme con un hombre se me había hecho muy difícil. Sin embargo, a los 43 años conocí a Juan. Justo fue en un minuto en el que yo me abrí a la posibilidad de generar un vínculo más profundo con alguien, por primera vez. Estaba con una amiga y me propuso que me abriera una cuenta en Tinder. Al principio fui reticente pero finalmente cedí. Debo haber estado dos días en Tinder y conocí a Juan. Me gustaron sus fotos y el hecho que era profesor, igual que yo. Eso me hizo sentir segura. Empezamos a chatear y nos dimos un punto de encuentro en un café. Yo me aseguré de contarle a todos en caso de que fuera un psicópata porque igual me daba miedo. Desde esa noche, nunca más nos separamos.

Hasta el minuto no había tenido una relación, solo pinches fugaces. Y ciertamente nunca había estado enamorada. Pero con él fue súper fulminante y nos dimos cuenta que éramos el uno para el otro de inmediato. En ese tiempo justo tenía que ir a España a defender mi tesis doctoral, que había postergado durante todos esos años por mi estado anímico. Fue una oportunidad para decirle que me acompañara y todo se dio de la mejor manera. Antes de ese viaje –llevábamos muy poco tiempo juntos– le conté mi historia. Es raro pensar que, con lo que me ha costado confiar en la gente, con Juan sentí una confianza súbita. No niego que es difícil llevar una relación cuando has sido víctima de abuso. Muchas veces él querría ayudarme y no sabe cómo y también está el factor de que odia a mi familia y nunca ha querido conocer a mi papá. Yo he tenido la oportunidad de enfrentarme a mi mamá y preguntarle porqué sigue estando con mi papá, pero su postura es que no sabe a quién creerle y por ende prefiere no tomar partido. Eso ha sido sumamente difícil, pero también es algo que he aprendido a aceptar. No así Juan, que me dice que si algún día los ve, no sabría cómo contener su reacción.

Juan es la persona que me ha sabido acompañar en mis crisis de angustia y en todos mis procesos. A veces son cosas chicas las que me retraen y él ha sabido contenerme. Él es muy histriónico y además de ser profesor es clown y mago. Es el que alegra el hogar y tenerlo cerca me ha hecho sentir muy segura. Hay momentos difíciles; si él levanta la voz eso me lleva a otro lugar y me pongo automáticamente a la defensiva. Pero hemos aprendido a comunicar todas esas cosas. Y reconozco que para mí ha sido clave que se hablen estos temas. Yo no habría podido vivir mi proceso si es que no era por las víctimas de Karadima que se atrevieron a hablar, con todo el temor que eso conlleva. Pero si yo no lo hablaba quizás no habría conocido a Juan y tampoco habría entendido muy bien qué me pasaba. Muy pocas veces se habla de la posible reconstrucción luego de haber sido víctima de abuso. Se habla del dolor, que ciertamente es constante y muy profundo, pero no de la posibilidad de encontrar el amor después de eso. Y es importante saber que se puede.

Paulina Herrera (47) es profesora de psicología educativa.