Cuando el tamaño importa

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Cuando cumplí 13 años ya medía 1 metro y 76 cm. Altura llamativa para una mujer, sobre todo para aquellas que vivimos nuestra niñez y adolescencia en provincia, en esos años noventas en que la población no podía jactarse de un tamaño que actualmente sí se aprecia en muchos jóvenes chilenos. Obviamente siempre fui la más alta de mi curso. Crecí siendo blanco de bromas y bancándome a muchos burlarse de mi estatura. Vecinos y familiares -a modo de broma, y como si realmente fuera chistoso- se mostraban preocupados por mis pocas probabilidades de conseguir un pretendiente a mi "altura". "El marido te va a llegar al ombligo", decían algunos, "vas a tener que ponerle zancos", comentaban otros.

Cuando llegó mi etapa del amor, tenía una idea muy clara de cómo debía ser mi pareja ideal. Y la regla número uno se correspondía con un mínimo de estatura. Para el verano del 2008 tenía 22 años y mi lista de ex me mantenía muy a salvo del ridículo. Ningún hombre más bajo que yo había siquiera intentado persuadirme a romper las normas, que también excluían a los chascones y los viejos. Recuerdo que por esos días salía con el Pancho, un moreno de pelo rizado que pasaba el metro 80, estudiaba fotografía y le encantaba fumar marihuana.

Yo acababa de terminar de estudiar pedagogía y la decepción por el mundo laboral fue tan grande que preferí prolongar mis días como mesera; un oficio divertido y de mejor paga, perfecto para una joven inquieta que aún no decidía su camino. Trabajaba en un concurrido bar de Bellavista junto a un grupo grande en el que la mayoría eran estudiantes o recién titulados. Gente joven buena para la fiesta y en muchos casos sin un rumbo claro. Como mi mundo interno estaba revuelto dadas mis circunstancias vocacionales, encontré un buen refugio en mis compañeros de trabajo e hice del bar un escenario importante en mi vida.

A ese grupo, como ayudante de barra, llegó Petit. Lo nombramos así porque a casi todos nos llegaba a los hombros o a la quijada, y como era buena onda se lo tomó con tanto humor que nunca más lo llamamos por su verdadero nombre. Estudiaba periodismo y aunque era algo coqueto conmigo, había una cordialidad en sus palabras que nos hizo congeniar y dar paso a una amistad.

Durante los turnos largos y agotadores de fines de semana aprovechábamos cada instante para intercambiar opiniones sobre algún tema previamente establecido: variaban entre música y cine hasta alergias y TOCs. Fue así como también me ayudó a aclarar algunas dudas sobre estudiar periodismo, carrera que siempre rondó mi cabeza como una alternativa a la pedagogía. Me hacía mucha gracia que algunas veces cuando me acercaba a la barra me piropeara. Su forma -desde mi percepción- era de un cuidado que parecía tan seria como ingenua. Admiraba profundamente la autoconfianza que emanaba de cada una de sus frases, aunque yo miraba sus piernas y brazos cortos y reía en mi mente evocando algunas de las ridículas imágenes de mi niñez. A pesar del leve conflicto mental que me generaban sus insinuaciones, juraba que no había ninguna manera de que me pudiera fijar en él.

Cada jueves, viernes y sábado, alguno de los amigos del círculo más cercano que habíamos formado ofrecía su casa como after para tomar y terminar las cientos de conversaciones que quedaban a medias cuando el bar colapsaba en público y nos acompañábamos.

Fueron transcurriendo los días, las semanas, y las instancias con mis compañeros de trabajo, en especial con Petit, se volvieron un estímulo para responder a la única gran responsabilidad que debía cumplir entonces: trabajar. Recuerdo que él tenía algunos problemas académicos y estaba en eternas conversaciones para volver con su ex, una mujer alta y guapa con la que las cosas nunca iban tan bien como para concretar la reconciliación. Por mi parte, continuaba un amorío que no podía sostener emocionalmente y me desgastaba tanto como mi fracaso vocacional.

Con el paso del tiempo, las instancias con Petit se transformaron en los momentos más esperados de mi semana. Su personalidad liviana y divertida me agradaba cada día más. Sus piropos dejaron de ser palabras para transformarse en miradas y gestos. Tal complicidad surgió entre nosotros que en una de esas tantas noches de carrete y conversación, eso que afirmaba como un imposible, sucedió.

Sentados uno al lado del otro en el sillón de mi casa, mientras escuchábamos música y nos cuestionábamos la vida, sin siquiera planearlo, nos acercamos y nos dimos un beso largo, de esos que parecen ensayados, sin errores de coordinación. Recuerdo que fue increíble. Nos dimos todos los besos que alcanzamos antes de que llegaran los demás invitados. Muy adentro pude reconocer ese profundo anhelo frenado por mis creencias.

Como algunos imaginarán, la historia tuvo una duración directamente proporcional a su intensidad: corta y fugaz. No obstante, antes de darme cuenta de que no íbamos en la misma dirección -y que las razones no tenían que ver con nuestra diferencia de tamaño- tuve la oportunidad de aceptar mi ilusión al punto de fantasear y desearnos un futuro próspero paseando de la mano. Ya no me importaba que fuera más chico que yo y tener que abrazarlo hacia abajo. Dentro de mí hubo algo mucho más grande que se había transformado al quebrar la barrera de mi prejuicio.

Con el correr del tiempo entendí que, al igual que con la estatura, tenía un montón de preceptos que me cerraban a la posibilidad de conocer personas increíbles y mucho más afín con mi verdadera forma de ser. Al quitar esas barreras, se presentaron escenarios inimaginables que me ayudaron a transformar el lente con el cual veía la vida. Al aceptar eso que muchas veces nos parece discordante según nuestros parámetros, también aceptamos  partes nuestras que se esconden tras creencias que solo nos limitan del verdadero goce.

Magdalena Ossandón tiene 33 años y es periodista.

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