Columna de Francisca Feuerhake: El derecho a la tranquilidad

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Carrère traía a mi mente, flotando como una boya lejana, una duda que en algún momento tuve y decidí descartar por considerarla un escenario demasiado angustiante: ¿qué pasa con la gente que se mete hasta el cuello en torbellinos de deudas? ¿Cómo consiguen dormir, entre el sufrimiento de un sistema que oprime con acreedores insistentes y necesidades básicas fuera del alcance? ¿Qué hacer cuando la rueda de la carrera de la rata (manoseado término) se vence, se sale de su eje?




Cuando leí De vidas ajenas de Emmanuel Carrère sentí que leía tres libros al mismo tiempo. Fue una lectura ripiosa, identificativa, llena de enojos, rabietas silenciosas en el sillón de la casa que me albergó durante el verano en que llegó el libro a mis manos.

Una de esas mañanas, entrando a bañarme en el mar, una señora de unos 50 años, con el cuerpo y el pelo empapados en agua salada, me detuvo en la orilla. Me había visto leer el libro y no soportó la curiosidad: "¿Qué tal es?" preguntó sonriente y tiritona. "Demasiado bueno", le dije, "pero estoy furiosa con Carrère", agregué.

No supe por qué solté esa frase tan problemática a una desconocida. Puede ser que al hablar en bikini, con frío y media mojada, la mente pierde cierto balance y dispara directo del inconsciente. Por supuesto que mi furia era visceral e inmadura, porque tenía que ver con las historias que contaba: la muerte de un niño para sus padres y la muerte de una madre joven para sus niños.

Pero contrario a lo que hubiera esperado, la historia que más da vueltas en mi cabeza consciente, hasta el día de hoy, es la de ese par de amigos jueces. Ambos cojos y justicieros de los sobreendeudados: Ètienne y Juliette. Carrère traía a mi mente, flotando como una boya lejana, una duda que en algún momento tuve y decidí descartar por considerarla un escenario demasiado angustiante: ¿qué pasa con la gente que se mete hasta el cuello en torbellinos de deudas? ¿Cómo consiguen dormir, entre el sufrimiento de un sistema que oprime con acreedores insistentes y necesidades básicas fuera del alcance? ¿Qué hacer cuando la rueda de la carrera de la rata (manoseado término) se vence, se sale de su eje?

Para eso existen abogados, jueces, funcionarios, en fin, gente que se dedica a defender al desesperado. Esta figura del justiciero moderno me interesó. Un protector de las víctimas de un sistema capitalista desgarrador. Hace poco escuché en la radio dos comerciales seguidos que captaron de lleno mi atención, sobretodo por un nuevo término que no había escuchado antes ni en la radio, ni en la tele: el derecho a la tranquilidad.

La voz en off del comercial reivindicaba la paz mental, y concretamente el buen dormir como un derecho inalienable a cualquier ser humano sin importar el tamaño de su deuda. Demás está decir que tanta promesa de tranquilidad me sonaba sospechosa y similar a tomarse un ravotril para pasar una amarga caña moral.

Más tarde ese día, un amigo me contó de un siniestro sistema de cobro que existe en España (y que al parecer solo es legal ahí) en el que un tipo vestido de frac con sombrero de copa sigue a los deudores dondequiera que vayan, con el propósito de humillarlos en público.

En una entretenida crónica de Ángela Precht llamada Mercenarios de la humillación, la autora revela el modus operandi del tipo vestido de frac y las raíces de su sistema de cobranza. Lo que más me gustó del artículo fue una audaz teoría de su principal entrevistado, Pere Brachfield, un morosólogo (palabra creada y patentada por él mismo): la costumbre de adquirir deudas podría ser algo intrínsecamente español. "Por algo la picaresca es española", dice. También mencionaba la idea de que atrasarse en el pago de cuentas, para un español, no representa nada negativo, al contrario: podría ser bien visto y considerado astuto esperar hasta el último momento para pagar.

Recordé el episodio del Lazarillo de Tormes en que Lázaro se las tiene que ver con un alguacil que viene a cobrar unos cuantos reales por el alquiler de la casa su amo de turno. Animada por el protagonista juvenil y atractivo por pillo, llegué con entusiasmo ingenuo a leerle el libro a mi hijo de siete años, cumpliendo con su rutina antes de dormir. Cambiando palabras y traduciendo conceptos como loca logré conseguir su interés y alguna que otra risa, pero a la quinta anécdota angustiante de la vida de Lázaro, vi la cara de horror de mi pobre oyente: mirándome con ojos de súplica, me dijo que leyéramos otro libro, uno menos terrible. Lo apachurré, un poco culpable y con pena. Abrí Harry Potter y mientras lo leía pensé que antes de que mi hijo crezca, antes de que tenga una tarjeta de crédito, antes de sus probables hijos, de sus cuentas y sus deudas, voy a respetar su inalienable derecho a dormir con tranquilidad.

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