De Princesita y de las niñas perdidas en el bosque

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Columna de María Paz Rodríguez (@soylaro), autora de la novela Mala Madre y El gran hotel.




Paula.cl

Soy adicta a las películas de terror. No debería verlas, no puedo dormir durante meses, en el fondo, soy una cobarde que se hace la valiente. Hace poquito vi It, y me arrepiento cada vez que entro a mi baño y corro la cortina de la ducha para asegurarme de que no hay nada ahí; cada vez que apago la luz y me aterrorizan las siluetas en la sombra que mi imaginación produce. Cuento esto porque tuve la suerte de ver Princesita dirigida por Marialy Rivas y escrita por Camila Gutiérrez (colaboración de Manuela Infante y Guillermo Calderón) en una función de preestreno en que éramos solo mujeres invitadas. Y digo suerte porque la verdad, a pesar de que esperaba esta película con ansias, no imaginaba que me sorprendería a tantos niveles. Salí del cine movida, perturbada, emocionada porque en nuestro país se estuvieran haciendo películas como esta, a pesar de que, a diferencia de It, Princesita se basa en un terror más real. En el peor de los terrores para una mujer.

La trama es simple: una niña pre adolescente llamada Tamara crece en medio de una secta de gente muy linda, muy joven y muy bien vestida en el sur de Chile. La niña es feliz, o cree serlo. La preparan en cada paso que da para convertirse en la madre del sucesor de Miguel, el líder de la secta. Los días pasan tranquilos en medio de la naturaleza. Al principio siento hasta algo de envidia de esa vida libre, llena de rituales y enseñanzas en la que viven los que habitan en esa comunidad.

A medida que la película avanza pienso en el texto; en lo bien escrita que está. Pienso en que quiero leerme esta película escuchando su banda sonora. También pienso en Tamara, y de a poco voy entendiendo lo que le espera. El efecto de tener a una narradora (la voz de Aline Kuppenheim) que susurra lo que piensa la niña, le da espesura a la historia; le da un contrapunto a lo que está pasando. De hecho me recuerda a Las Chicas de Emma Cline. Y porque en la sala solo somos mujeres, entendemos lo que viene y que no contaré aquí. Alguien rompe a llorar cerca mío. Por detrás siento toda clase de desbordes. Nadie se ha parado para salir de la sala, pero hay una tensión en el ambiente. Yo misma estoy perturbada, pero la película es tan linda; poesía visual, pienso, y sigo mirando la pantalla. Hay una cierta maestría en su ritmo pausado, y el final es de gloria, de Apocalipsis, de luces de neón; el final es de fuego y del terror más profundo de todos. Ese miedo con el que caminamos cuando estamos solas y es de noche y hay un grupo de hombres en la esquina. Ese miedo a no emborracharnos para que nadie nos haga daño. Ese miedo a que alguien se nos meta a la pieza mientras dormimos. Eso de lo que tenemos que cuidarnos, desde que entendemos que somos vulnerables y que podemos, muchas veces —demasiadas— ser vulneradas. El terror de ser esa niña perdida en el bosque después de su daño. No voy a contar más sobre Princesita, pero les recomiendo ir a verla pronto, antes de que la saquen de cartelera, sobre todo porque es perfecta para los tiempos que corren.

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