Se murió mi abuela y me enteré por Internet

Columna de María Paz Rodríguez (@soylaro), autora de la novela Mala Madre y El gran hotel. Aquí, anotaciones sobre su vida adulta.




Paula Digital.

Se murió mi abuela y me enteré por Internet. Para poner en contexto, mi abuela se fue del país cuando mi mamá y mis tíos eran unos niños, la menor de hecho tenía, 3 ó 4 años. Son cinco hermanos que quedaron abandonados por esta mujer que se radicó en Estados Unidos y se convirtió en pintora y escultora. Y, por cierto, nunca más los quiso ver ni saber de ellos. Durante años me meto a su galería virtual, miro los cuadros que sube a Internet e intento hacerme una idea de quién fue; conocerla a través de esos cuadros en blanco y negro que siempre estoy analizando desde su escape. Hace poco uno de mis tíos vio en esta misma galería, su obituario: 30 de julio de 2016, decía ahí. Cuando me contaron me puse a llorar. Fue un llanto corto, vacío, falto de contenido y sin pena que, sin embargo, me afectó, no entiendo bien por qué. Quise hacer un pequeño ritual como para despedirla, pero mis sensaciones son tan confusas con respecto a su muerte que al final no hice nada.

Qué significado tiene la sangre, la familia, si no se ha compartido nada con esta persona, me digo. De hecho nunca la he visto, no siento algo por ella, no significa nada en mi vida. Escribí un libro para conocerla; para imaginarla bajo la lupa de la ficción, y para mí, ese capítulo familiar/literario ya estaba cerrado hace rato. Pero siempre la realidad se antepone y saber que murió me dejó con una sensación de muchas preguntas que no pude hacerle. Me dejó con la sensación de que nunca existió del todo.

¿Quiénes fueron a su funeral? ¿Quién la acompañó esos últimos días? ¿Dónde la enterraron? Empezamos a averiguar y llegamos a un amigo de ella que fue quien hizo los trámites de su defunción. El gringo, amable, pero suspicaz, no nos quiso dar mucha información hasta que estuvo seguro de que éramos su familia; esa misteriosa familia chilena de la cual él no tenía idea. Gracias a la información que nos dio pudimos visitar su casa por Google Earth y recorrer las calles donde vivió, conocer algo de lo que fueron esos años en que se cambió el nombre, la nacionalidad y la identidad completa.

Y mientras la discusión en el chat familiar de WhatsApp giraba en torno al obituario chileno: si ponerle "querida mamá" o "mamá" a secas; si agregar a los nietos en la firma o no, yo pensaba en que ya no podré verle la cara, saber cómo se veía, ir a buscarla para preguntarle por qué se fue. En su minuto fui cobarde, debí haber ido sin que nadie supiera y tocarle la puerta, pero creo que, secretamente, estaba esperando a que ella apareciera. O peor aún, que al leer mi libro, ella volviera.

Supongo que mi abuela ha sido, durante todos estos años, un fantasma culpable —o no— de todas las desgracias familiares; cualquier problema de sus hijos o entre sus hijos, incluso, de algunos de sus nietos (donde me incluyo), muy en el fondo, deviene de su abandono. Su muerte, entonces, viene a cerrar eso. O a abrirlo, a pesar de que nunca hemos conversado abiertamente el tema. Los secretos familiares que no se hablan, creo, se van cristalizando hasta convertirse en otras cosas: traumas, miedos, patrones, enfermedades, en fin, la lista es larga. Por eso escribo por última vez sobre ella. Para enterrarla a la distancia.

No la juzgo, ni lo hice en el libro que escribí. Pero pienso que, estando ya en las últimas, sabiendo que iba a morir ¿cómo no quiso vernos, ni saber qué había sido de sus cinco hijos? Despedirse y, tal vez, quizás, en el mejor de los casos, pedir perdón. Ya no pasó y no vale la pena darle más vueltas. Justo esa misma semana de su muerte (sincronías) me llamó mi editora para avisarme que vamos con la segunda edición de Mala Madre. Al menos esta historia va a seguir dando vueltas, me digo, con algo de tranquilidad, y suelto al fantasma que ha estado viviendo conmigo todos estos años.

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