Un país que olvida

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Columna de Catalina Infante Beovic, editora, escritora y una de las dueñas de Librería Catalonia.




El año pasado estuve todo el mes de marzo viviendo en Chiloé, me fui a una residencia a trabajar en un libro. Solo había estado allí una vez, a los 18 años, en un viaje en casa rodante junto a toda mi familia. Toda mi familia menos mi madre. Ese viaje fue justo el verano después de su muerte y no fue un viaje fácil. Tampoco lo fue el de marzo, estaba sola, no conocía a nadie y la geografía me hacía saldar muchas cuentas con el pasado. Durante el mes que estuve allí caminé por todas las calles de Castro e hice casi todos los recorridos de los buses rurales. Conocí Dalcahue, Chonchi, Lemuy, Achao, Cucao… a Cucao particularmente fui dos veces. La primera semana sentí tanta impresión de ese mar, nunca había visto una playa tan extensa, era como ser testigo de toda la fuerza del pacífico. El resto del viaje me pasé los días trabajando en mi libro y conociendo la isla. El simple hecho de estar en Chiloé, recorrerlo a diario y conversar con la gente me ayudó a estar bien. En los últimos días me convencí de que era un lugar especial, y agradecí mucho haber tenido la suerte de conocerlo, otra vez.

Algunas semanas después de regresar de Chiloé, ya de vuelta en Santiago, me desperté con la noticia del desborde del Mapocho, producto de una negligencia de la concesionaria Costanera Norte. Tenía mensajes de todos mis amigos preguntando si la librería que tenemos con mi hermana en Providencia se había inundado. Corrimos a ver los daños y nos encontramos con lo peor: el 50% de la librería hundida en el barro, y más de 6 mil libros perdidos. Esa librería la fundó precisamente mi madre el año 96. Con mi hermana pasamos nuestra infancia allí, ayudándola en las navidades a envolver los libros para regalo, y observándola en ese oficio que tanto le gustaba. Años después de su muerte, como una forma de darle homenaje y seguir su legado, decidimos con mi hermana hacernos cargo de la librería y volver a darle un espacio en el circuito. En eso estábamos cuando entró el barro y arrasó con todo.

A los pocos días de esa inundación se desató una catástrofe natural impactante en Chiloé que llevó a que los pescadores cerraran la isla en protesta. La marea roja no solo se había extendido hasta el punto de dejarlos sin trabajo, sino que, por la contaminación que produjeron las salmoneras al tirar toneladas de peces muertos al mar, murió parte importante de la flora y fauna marina. Las imágenes eran desgarradoras; las orillas del mar llenas de esos peces y animales tirados sin vida. Yo llevaba unas semanas absorta en mi tragedia personal por la inundación, con mucha rabia de la absoluta impunidad que tienen las empresas en Chile, y de pronto me topé con la imagen de esos paisajes que había visitado recién, totalmente devastados. No podía creerlo. Revisaba mi librería, los libros destruidos por el barro y pensaba que mi problema era tan pequeño al lado de esa gran tragedia, en que yo tenía mucha más suerte, y muchos más recursos para salir adelante. Me sentí entonces admirada de la fuerza de todos esos pescadores y sus familias. Aunque a mucho menor escala, de alguna forma los entendía, entendía su rabia, la rabia de vivir en un país donde las empresas privadas tienen total impunidad, donde pueden arrasar no solo con tu fuente laboral sino con algo que es parte de tu identidad, de tu historia. Ya sean miles de libros o todo el mar de Chiloé. Y esas empresas salen invictas, nadie las toca, nadie les dice nada.

Ya se cumple un año desde esas dos noticias y en un año ya parece ser un cuento viejo. El tema de la inundación o el de Chiloé, luego de la contingencia, pasan al olvido. La librería de mi familia hoy está sin barro, funcionando, parece como si nada hubiera pasado. Pero sí pasó: tenemos una deuda que alcanza los 80 millones y la empresa responsable aún se niega a pagar por ello. Hace poco volví a visitar Chiloé, ya no hay marea roja y los paisajes volvieron a revivir su flora y fauna.  También parece como si nada hubiera pasado, pero sí paso: esas salmoneras siguen trabajando con las mismas prácticas, explotando y poniendo en riesgo un patrimonio natural único. A un año de estas noticias todavía no se revelan responsabilidades, la Concesionaria seguirá ganando licitaciones del Estado y el negocio de las salmoneras seguirá expandiéndose en todo el sur de Chile.

Así es vivir en un país que olvida.

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