Historiadora de nuestras vergüenzas

Como un biólogo atraído por un raro espécimen, Nara Milanich, doctora en historia, se preguntó por qué la ley chilena tardó tanto tiempo en reconocer la igualdad de los hijos ante la ley. Buscando una respuesta descubrió que la discriminación social comienza en la familia y que, lejos de ser un resabio colonialista, la desigualdad está en el ADN del Chile moderno.




Nara Milanich vino por primera vez a Chile en 1992. Doctorada en Yale, ella no es hija de exiliados, ni siquiera tiene familiares latinos. Simplemente le causó curiosidad el hecho de que Chile –este país latinoamericano que se usaba como ejemplo de modelo de transición democrática y crecimiento económico– fuera el último del continente en reconocer la igualdad de los hijos ante la ley. Esto ocurrió recién en 2005.

En expedientes judiciales sobre pedestres disputas de herencia y paternidad, y en cientos de cartas que guarda la Casa Nacional del Niño, entre otras fuentes, Milanich desentrañó la terrible y secreta historia de la familia chilena, del sistemático abandono de niños nacidos y criados para servir. En 2009, esta profesora de la Universidad de Columbia publicó el libro: Children of fate. Childhood, class and the State in Chile, 1850-1930 (Hijos del Azar. Infancia, clase y el Estado en Chile, 1850-1930), que presentó a fines del año pasado, invitada por la Pontificia Universidad Católica de Chile. Es, según ella, no solo la historia de esos niños, sino de las clases sociales y de la organización del trabajo en Chile.

Un poco después del lanzamiento del libro, el país se escandalizó con el instructivo de las Brisas de Chicureo, especificando que las "nanas" deben vestir uniforme y no tienen permitido zambullirse en la piscina. Una de sus habitantes, Inés Pérez, se convirtió en el chivo expiatorio perfecto al hacer declaraciones que, mal editadas o no, la mostraron como una mujer ignorante, arribista y discriminatoria. Los chilenos y chilenas que la criticaron con pasión, probablemente se sienten progresistas y modernos, libres de aquellas arcaicas convicciones.

Sin embargo, si nos miramos en el retrato que nos hizo Malanich, todos somos Inés Pérez.

¿Qué cosas te impresionaron cuando comenzaste a investigar sobre Chile?

Me llamó la atención que la preocupación por los apellidos tuviera tanto peso en el trato cotidiano. Lo segundo, fue el desprecio que expresan personas aún de convicciones progresistas por las empleadas y camareras y esa costumbre de hablar de ellas, en su presencia, como si no estuvieran allí.

¿Qué piensas del episodio Chicureo a la luz de tus investigaciones?

Hay una larga historia de empleo servil en Chile (y en América Latina), de desprecio hacia quienes viven dependientes de la supuesta caridad o beneficencia de uno. Incluso, existe una larga tradición según la cual las criadas servían como símbolo público del estatus de sus patrones. Se me viene a la mente una descripción de Benjamín Vicuña Mackenna, de Santiago a principios del siglo XIX, en que narra cómo las señoras caminaban a misa acompañadas de sus criadas, muchas veces "chinitas" indígenas, que andaban sin zapatos y con la cabeza rapada, cargando las alfombritas que usaban las mujeres para agacharse en la iglesia. Ese sería el uniforme de aquellos años.

¿El instructivo sería una evidencia de subdesarrollo?

En los años 70 se decía que el servicio doméstico era un vestigio pre-capitalista que desaparecería a medida que avanzaran la modernización económica y política en América Latina. Obviamente no fue así. El punto es que el clasismo, el trato servil, el empleo doméstico, la dependencia y la jerarquía, no son vestigios arcaicos de una sociedad anterior sino que son características propias de un tipo de modernidad. No es que la discriminación sea cosa del pasado y la igualdad cosa del presente. Uno de los argumentos de mi libro tiene que ver justamente con este punto: cómo costumbres e instituciones discriminatorias, al parecer arcaicas, se producen y se reproducen en el tiempo. Me acuerdo cuando llegué a Nueva York, no podía creer la escena que se veía (y que se ve) todos los días en las calles del upper west side y upper east side, de 'nanas' latinas, o del caribe, caminando con niños blancos. Eran tantas que realmente llamaba la atención. No es casualidad: Nueva York tiene la peor distribución de ingreso de Estados Unidos. El empleo doméstico no es indicio de subdesarrollo sino de desigualdad: mientras más desigual es la distribución de ingreso, más difundido es el empleo doméstico.

Progresistas conservadores

En "Hijos del azar", título que parafrasea al doctor Orrego Luco, quien sostenía que los hijos de los pobres eran hijos del azar, Nara Milanich aborda la forma en que la desigualdad se ha reproducido en la sociedad chilena a pesar de los proyectos políticos y los discursos democráticos.

"En la Colonia, los hijos de los patriarcas con mujeres plebeyas no tenían los mismos derechos que aquellos nacidos de los matrimonios con mujeres ibéricas o criollas blancas. Sin embargo, había un paternalismo arraigado que los llevaba a admitir a esos hijos, aunque con rango inferior, en los límites extendidos de la familia, y gozaban al menos de medios de subsistencia en el mundo de los criados y siervos del amo, entre los cuales, normalmente, estaba su madre. No era raro que, incluso, fueran incluidos en los testamentos", explica Milanich en entrevista con Paula.

Con el advenimiento del siglo XIX y la secularización del Estado, argumenta, las clases pudientes se sintieron liberadas de su obligación de hacerse cargo de sus sirvientes y los hijos extramaritales, quienes fueron progresivamente derivados a hogares para huérfanos privados o públicos.

El Código Civil redactado por Andrés Bello y que inspiró las legislaciones de todo el continente, vino a empeorar las cosas para los niños, pues en vez de reconocerles más derechos, agudizó la distinción entre hijos legítimos (los nacidos en el matrimonio), los naturales (extramaritales reconocidos) e ilegítimos (no reconocidos por el padre). Se cercenó la facultad de los tribunales para investigar la paternidad de los niños y se garantizó como un derecho del padre decidir a quienes reconocía y a quienes no. Es decir, más allá de los discursos igualitarios, el destino de los niños y niñas chilenas era determinado al nacer.

Milanich lo grafica con dos hijos extramaritales de Salvador Álvarez, quien fuera el hombre más rico de Chile. Una vez fallecido, su hija Mercedes, quien había sido criada en los círculos sociales del padre y en colegios privados, reclamó ser reconocida como heredera. También hizo lo mismo, Secundino, quien presentó innumerables pruebas de ser hijo de Álvarez, pero se había criado con la servidumbre. Las cortes le concedieron los derechos a Mercedes y a Secundino se los negaron, solo sobre la base de que ella había sido incorporada a los círculos de la clase de su padre y él no. Ella se convirtió en una acaudalada mujer sobre cuyos terrenos se construyó Viña del Mar. (La Quinta Vergara lleva el nombre de su marido, José Francisco Vergara). Secundino, quien arreaba animales en el cerro Barón, tuvo un destino ignorado por la historia.

"Aquellos a quienes se les reconocieron los derechos de pertenecer a una familia, tenían garantizados los derechos otorgados por el Estado. En cambio, muchos de los desheredados o huachos, iban a hogares donde se les preparaba para servir en un sistema que compartía muchas características con la esclavitud", dice Milanich.

En su libro la historiadora muestra a insignes representantes del progresismo y las "modernas" ideas de igualdad, que piden niños a la ex Casa de Huérfanos (hoy Casa Nacional del Niño), para servir en "casas de bien", donde no recibirían otro pago que un plato de comida y un lugar donde dormir. Era 1927 y, por entonces, el orfanato atendía a unos dos mil niños abandonados por sus madres pobres, que no eran admitidas con sus hijos en las casas donde servían como empleadas domésticas. En el archivo de esta institución, la historiadora encontró una carta del prócer del progresismo, Benjamín Vicuña Mackenna, solicitando la internación de la guagua de una nodriza para que pudiera dedicarse al cuidado de su hijo, y otra similar de Máximo Jeria, bisabuelo de la ex Presidenta Bachelet, quien pide la internación del hijo de su cocinera.

Los niños abandonados solo en la Casa de Huérfanos en el período estudiado por la historiadora, llegaron a ser unos 50 mil. "La calle Huérfanos recibe su nombre por la existencia de esta institución que en una de sus murallas tenía una puerta a la que se llamaba la rueda. Desconocidos podían dejar un niño ahí sin ser vistos y el niño o niña era retirado al girar la rueda por alguien desde dentro de la entidad, originalmente administrada por monjas", cuenta Milanich.

Hay una de violencia histórica hacia los niños

Es muy fuerte. A aquellos declarados sin familia, incluso en los hogares les borraban los registros, les cambiaban los nombres. Su único destino era ser enviados a las haciendas como criados y, al crecer, convertirse en gañanes, peones sin arraigo, obligados a migrar constantemente. Finalmente, se conviertes en fantasmas, en el mito del peligro para las familias acomodadas. Y las niñas eran enviadas como sirvientas a las casas urbanas y a las haciendas.

¿Cuánto ha cambiado Chile desde entonces?

Los discursos que se enfrentaron entonces siguen latentes en la sociedad chilena hoy. Hay un documento preparado por Libertad y Desarrollo que en medio de ese debate por la ley de filiación argumentó a favor de la libertad del padre para decidir quiénes constituyen los miembros de su familia, en una lógica muy parecida a la que se usó en siglos pasados. Estas ideas tiene un profundo arraigo. La familia sigue siendo la que determina la pertenencia y exclusión de una cierta clase social y la que reproduce la desigualdad.

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