Maternidad lejos de la familia

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Mi marido me propuso irnos a vivir afuera porque tenía ganas de hacer un MBA en Estados Unidos y yo acepté tomar ese desafío. Belén, nuestra primera hija, tenía dos años y yo estaba embarazada del segundo. La primera decisión que tomamos en relación a este cambio fue que Rafael naciera en Chile antes de irnos. Y así fue.

Llegamos a USA el 2015 con Belén y Rafael, de un mes de edad. Miguel, mi marido, partió unas semanas antes a avanzar con el proceso de instalarse en una nueva ciudad. Para mi viaje, con los dos niños, tuve la suerte de que mi mamá me acompañara en el vuelo. También se quedó con nosotros unos días, lo que me permitió hacer trámites como buscar un auto, instalarnos en la casa e inscribir a mis hijos en el sistema de salud. Teníamos planeado que al llegar pondríamos a nuestra hija en un jardín infantil, ya que eso me daría un poco más de libertad para enfrentar esta nueva vida sin una red de apoyo y a cargo de un recién nacido. Pero durante el primer año fue imposible. Las opciones para menores de tres años acá son muy limitadas, a menos que estés dispuesto a pagar una fortuna mensual.

Miguel tenía clases todos los días. Llegaba a la casa entre las ocho de la tarde y las nueve de la noche. Mi mamá ya no estaba, y sin saberlo se avecinaba aterradoramente la que hoy recuerdo como la etapa más dura de mi vida. Salir del país como estudiante, sin ingresos, es vivir con una mano adelante y la otra atrás. Apretados de presupuesto, pidiendo créditos, privándote hasta de un café porque se considera un lujo cuando todo es deuda. Sabíamos que sería duro, pero nada ni nadie te prepara para enfrentar la maternidad de dos niños chicos sola. Unos meses después, entendí que hacerlo de esa forma va francamente contra las normas de la naturaleza. El dicho que conocí acá de que se necesita una aldea para criar a un niño (It takes a village to raise a child) se hace dolorosamente real y aplastante cuando tratas de hacerlo sola.

Llegué a un país distinto, con otro idioma, sin una red de apoyo y sin posibilidades de costear una "nanny" o jardín infantil para mi hija. Tampoco tenía ayuda en la casa en un sistema que no está diseñado para una madre; no existe un marco legal ni fuero materno, generándose una sociedad que no ofrece alternativas de apoyo accesibles ni facilita que la mujer se reinserte en el mundo laboral. A esto había que sumarle que tenía una guagua chica y un marido que debía dedicarse a los estudios. Esa maternidad tan satisfactoria que viví con Belén, una de cantos y cuentos, de poder enseñarle de todo, de abuelos y padrinos, de lactancia abundante larguísima y exitosa, simplemente no pudo ser para Rafael. Me faltó la tribu.

Cada día fue una batalla. Corría detrás de mi hija en plena etapa de los "terribles dos" respondiendo a sus demandas sin tregua, con celos, recientemente sin pañal, con una personalidad adorable, pero intrépida y fuerte. Todo eso sumado a las demandas de mi niño lactante y cien por ciento dependiente de mí. Usé y abusé de mi fular, porque tener ambas manos libres se transformó en algo vital, pero aún así fue imposible mantener la lactancia y ser la mamá que quería ser para mis dos hijos. Cada vez que trataba de dar pecho, tenía que correr a rescatar a Belén porque justo, sospechosamente, algo había pasado.

El estrés comenzó a mermar mi producción de leche. Di pecho gritándole a Belén y muchas a veces llorando de impotencia y pasándole mares de adrenalina y cortisol a Rafa a través de la lactancia, pero a los cinco meses de hacer malabares ya no pude darle más. Miguel, por su lado, estaba bajo mucha presión, tapado en estudios y llegaba tarde y cansado para encontrarse con esta mujer irreconocible, agotada en extremo, llena de rabia, pena, culpas. Estaba totalmente frustrada. Por suerte nos aferramos uno al otro y salimos fortalecidos como pareja, pero fueron meses muy oscuros.

Pasado el primer año, cuando logré tomarle el ritmo a nuestra nueva vida, mi marido tenía menos ramos y podía ayudarme, pero le tocó irse a otra ciudad de Estados Unidos a hacer su internado. En ese entonces habíamos logrado tener unas horas de jardín para Belén y se había armado un grupo rico de amigas con las que podía contar si necesitaba ayuda con los niños o simplemente desahogarme. Todas esas cosas me impulsaron y me reafirmaron que lo mejor era quedarme donde estábamos, y que Miguel se fuera solo ese tiempo. Fue duro, pero pude manejarlo.

Desde esos tiempos hasta hoy, todo ha mejorado. Hoy vivimos juntos en una ciudad nueva de Estados Unidos y este es nuestro tercer año fuera de Chile. Los niños crecieron; Belén entró a Kinder y Rafael al jardín. Tenemos amigos, armé una nueva tribu y espero pronto volver a trabajar. No me arrepiento de las decisiones que tomamos, porque fue todo pensado a mediano y largo plazo. Y ya pasado lo que resultó ser una verdadera tormenta, tenemos la vida que nos propusimos hace tres años atrás.

Nunca le he temido a los desafíos. Soy empujadora, independiente, determinada y siempre creo que me la puedo, pero la maternidad lejos de la familia me golpeó fuerte y me enseñó muchas cosas: humildad para pedir ayuda, porque ser madre es, de hecho, un acto de amor social; la importancia de tu gente, tanto en la crianza de los hijos como en el bienestar de la familia que estás construyendo; la realidad de las madres y padres solteros; la poca solidaridad entre mamás, que contrasta tanto con la necesidad de apoyarnos, escucharnos y acompañarnos; y, por último, la deuda enorme de las leyes y el sistema en general para proteger e incentivar a quienes cumplen el rol fundamental de traer seres humanos al mundo.

Catalina Nazal es kinesióloga. Le gusta la lectura y el arte del maquillaje.

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