Mi amiga Kay siempre ha estado cerca. Nos casamos por primera vez con seis meses de diferencia, nuestros hijos mayores nacieron con seis meses de diferencia y nos elegimos madrinas de ellos. Nos separamos con seis meses de diferencia y cuando nos volvimos a emparejar, nuestros nuevos maridos se convirtieron en amigos.

Mi amiga Kay es una bendición. Es una de las personas más dulces y desinteresadas que conozco. Es todo lo que yo no soy: artista, cariñosa, una maestra de la cocina. Todo lo que toca lo convierte en algo bello. Un tronco viejo en sus manos pasa a ser un lujo de estilo y calidez.

A mi amiga se le murió su hijo mayor a seis días de cumplir los 18 años. Un lunes le dio un infarto en el baño del lugar al que asistía a terapia de estimulación cognitiva. Estuvo tres días en la clínica conectado a esa máquina que obliga al corazón a seguir funcionando, pero estuvo demasiado tiempo sin que le llegara oxígeno al cerebro y se terminó apagando. Esa misma noche me llamó. "El Tommy está mal, ven", me dijo. Yo me quedé a su lado todo ese tiempo.

La primera noche que ella entró a verlo, le tomó las manos y le dijo: "hijo, si tienes que irte, anda tranquilo, yo te amaré siempre. Y si quieres quedarte, como sea, acá estoy". Salió de la habitación y nos fuimos a fumar. "Lo despedí amiga, quiero que esté en paz", me dijo.

Y confirmé que lo que siempre creí: la Kay es distinta. Es más conectada con las energías, con las emociones, poco amiga de los remedios y más de las terapias alternativas. Tiene una risa fácil detrás de la que nunca hay envidias ni pelambre. Y aunque siempre sentí que era especial, la muerte de Tomás me mostró cuán alto estaba mi amiga respecto del resto de nosotros. "Tengo una pena profunda, pero estoy en paz", es lo que siempre dice cuando le preguntamos cómo está.

Vistió a Tommy con lágrimas, pero con alegría, poniéndole llaves de la casa "en caso de que quisiera regresar", sus chocolates favoritos, la polera que más le gustaba. En la misa nos contó una historia hermosa de cómo su hijo fue luz para varias personas solitarias, sin que ni siquiera se le quebrara la voz. La iglesia llena lloraba desolada y ella tenía sus ojos tranquilos y su voz entera. Los días después, montó un pequeño altar en su terraza, con fotos significativas para él y le prendió velitas "para ayudarle a encontrar el camino hacia la luz." Después de un tiempo fue al cementerio y le puso fotos de la familia con sus gomitas dulces favoritas. A menudo comparte imágenes lindas de su jardín, mientras escribe con alegría que esto nos lo manda Tommy como un regalo de amor.

Ella tiene otro hijo y un marido al que ama. Y los ha incorporado a este duelo con amor y generosidad. No quiso ir a grupos de papás como ella, no quiso tomar pastillas. Eligió vivir su dolor con amor. Un amor que traspasa los tiempos, las energías, las dimensiones. Un amor que la conecta con su flaquito cariñoso que amaba construir cosas útiles, que la besuqueaba a cada rato y que días antes del 2 de octubre le dijo: "mamá, cuando cumpla 18, me voy", como presagiando que ocho días antes de ese cumpleaños, abandonaría este mundo.

Mi amiga Kay es una bendición. Y la admiro profundamente.

Carola tiene 47 años. Es mamá de dos hijos y tiene una consultora.