Soy mamá de tres hijos: dos no propios y uno que ya no está

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En 2005 conocí a mi marido después de una tocata que hizo con su grupo de música en mi universidad. Nos acercamos y nos pusimos a conversar. Me invitó a otra tocata, y fui. Estuve poco rato, pero le di mi mail. Unos días después me escribió, pero nunca le respondí, no sé por qué. Perdimos contacto hasta que años después nos encontramos en Facebook y nos hicimos amigos. Ahí lo empecé a mirar y me di cuenta de que estaba casado y tenía dos hijos. Yo en esa época estaba pololeando, en una relación que duró casi 5 años. Después de mucho tiempo, yo ya soltera, fui a una fiesta en Bellavista y nos encontramos. Me sacó a bailar y me contó que se había separado hacía poco tiempo. Pensé que lo mejor era no meterme ahí. Me dio susto, le dije voy al baño y vuelvo y me fui. Pero al día siguiente, me habló por Facebook y me pidió el teléfono. Salimos como dos semanas y nos pusimos a pololear. Ahí fui conociendo el lado real de su vida: era papá de dos niños, una de 3 años y otro de meses. Sus hijos se habían ido a vivir al sur con su mamá.

Desde el principio nuestra relación fue en serio. No era un pololeo a medias. Me involucré, me hice cargo de los niños, y desde el minuto uno me lo tomé como si fueran mis hijos. Una vez al mes íbamos a verlos por el fin de semana fuera de Santiago, pero nunca adopté el papel de "la tía que los iba a malcriar y regalonear". Al contrario, he sido súper estricta. Empecé a poner orden, normas, reglas, las que yo pondría con mis propios hijos.

Al principio, Francisco les llevaba regalos cada vez que los veíamos, pero de a poco les fuimos explicando que el regalo era vernos y que el cariño no se da en términos materiales. El regalo era aprovechar al máximo el fin de semana los cuatro juntos. Empezaron a valorar nuestras visitas y a entenderlas como una realidad. Aunque siempre se hacen tan poco.  Siento que les empecé a dar cierta estabilidad, algo que se mantiene y saben que está. Las reglas son las reglas, y a los niños hay que darles seguridad, decirles y mostrarles que hay cosas no cambian.

El tema del divorcio de mi marido fue muy largo, y finalmente nos casamos en abril de 2017. Yo tenía 32 años. Fue una ceremonia familiar, llena de detalles. Ahí leí una carta y dije que Dios sabía cómo hacía las cosas, y que pese a que me habría encantado casarme joven y haber sido una mamá con muchos hijos, creía que los niños de Francisco eran un regalo, ya que hacían mi familia más grande. En noviembre de ese mismo año me quedé esperando a Crescente. No había querido tener hijos antes porque para mí era importante vivir las etapas.

Durante mi embarazo me sentí bien, pero en la semana 20 me dijeron que al parecer había algo raro en el corazón de Crescente. Yo no entendía nada; había escuchado sus pulsaciones en las ecografías, había visto su movimiento en el monitor. Ese día volví a la oficina y me metí a Google a investigar qué era la Hipoplasia de Ventrículo Izquierdo, que fue lo que el doctor anotó en la orden para la siguiente ecografía. Ahí me fui a la cresta. Pero a pesar de mi miedo, me viví las tres semanas que me tocaba esperar para el diagnóstico mentalizada en que todo iba a estar bien. Recé. Estuve súper optimista. Me decía a mí misma: los corazones crecen con amor y eso era lo que yo iba a darle a mi hijo.

En la ecografía lamentablemente nos confirmaron el diagnóstico, y el resto del embarazo fue súper monitoreado. Nos preocupamos de que creciera, que engordara. El escenario era que, cuando naciera, habría que operarlo por lo menos tres veces; justo después de nacer, a los 6 meses y al año y medio. Me dijeron también que en otros países en una situación así habría tenido la posibilidad de interrumpir mi embarazo, pero de tenerla no la habría tomado. Quería vivir esos nueve meses. Y de hecho, los recuerdo como el tiempo en que he sido más feliz en mi vida. Se me abrió un mundo, tuve mucha paz y estaba tranquila. Los aproveché al máximo. Obviamente sentía un dolor muy grande, pero sentía que pese a todo estaba cargando a mi hijo. Estuve en paz, no quería que esto tiñera mi espera.

Crescente nació por cesárea el miércoles 5 de septiembre de 2018, a las 1:30 de la tarde. Estábamos felices y nerviosos, porque con su nacimiento empezaba un camino que no sabíamos cómo iba a ser. Me lo pasaron un ratito muy corto, en el que lo abracé mientras él lloraba a todo pulmón. Me lo puse encima, le dije que yo era su mamá y se calmó. Nunca olvidaré su olor.  Ese día no lo volví a ver porque se lo llevaron, pero mi marido me mandaba fotos de mi gordo enorme y exquisito. Su peso y tamaño eran el mejor escenario para que sobrellevara la operación que le harían al lunes siguiente. Yo, mientras tanto, a las pocas horas ya estaba parada porque mi mente sabía que me tenía que recuperar rápido para estar con él. El jueves en la mañana me arreglé y bajé a neonatología. Fue impactante. Una enfermera me ofreció tomarlo y me lo pasó. Se quedó conmigo como una hora y media. Sentí mucha paz y tranquilidad.

Después de un rato, me empecé a sentir mal y subí a descansar. Llegué a mi pieza, donde estaban mi cuñada, mi mamá y una amiga de mi mamá, y Francisco bajó a almorzar con su hermana. Estaba en eso, cuando vi que tenía quince llamadas perdidas de un número desconocido. Ahí me entró una llamada de Francisco, en la que me dijo que tenía que bajar rápido porque Crescente se estaba muriendo. Yo no entendía nada. Todavía tengo esas palabras retumbando en mi cabeza. Vivir con los flashback es muy tormentoso. Cuando llegué, Crescente estaba rodeado de doctores. Era todo tan confuso; había estado hace cinco minutos conmigo, en paz, pero de repente todo cambió. El cardiólogo me explicó que había tenido una arritmia muy fuerte, que lo habían tratado de compensar, pero no lo estaban logrando. No había nada que hacer, más que quedarnos con él porque se iba a ir apagando. Estuve sentada con Crescente en brazos por cuatro horas, hasta que partió. Le decía que se fuera si se tenía que ir, que su sola existencia me había hecho muy feliz y que no nos debíamos nada. Que todo lo que me había dado, era suficiente. Le sacaron sus cables y lo vestí con un pilucho dibujado por mí. Fue durísimo. Me vi haciendo por primera y última vez, algo que imaginé que haría por el resto de mi vida.

Hace un tiempo fui al supermercado y el tipo que me ayudó con las bolsas me preguntó si tenía hijos. Le dije que sí, que tengo tres, pero que uno de ellos ya no está conmigo hace tres meses. Y me dijo: "uy, qué mal año tuvo". Del alma -y para sorpresa mía-, le respondí: "¿Sabe qué? De los 12 meses que tiene el año, nueve tuve a mi hijo conmigo y fui mamá. No se me ocurriría decir que tuve un mal año. Al contrario, fue un año que me cambió la vida". Porque elegí quedarme con la idea de que a pesar de todo fui afortunada, sin por eso no asumir el dolor que siento, saber que tengo una herida y por ello elegir no exponerme a cosas a las que no me quiero exponer.

Siempre digo que tengo tres hijos. Y es muy loco, porque hay dos que no son míos y un tercero que no está conmigo. Es un lugar difuso para vivir la maternidad. No quiero que Crescente esté teñido de nada oscuro, que no se hable del tema. Los niños hablan mucho de él, lo tienen muy presente. Contarles fue muy triste. Siento que uno como adulto puede llegar a tener las herramientas para vivir algo así -o no-, pero encuentro injusto que mis niños hayan tenido que vivir esta pena. Durante mi embarazo no daban más de felicidad. Estaban iluminados, no se despegaban de mi guata. Me duele mucho que todo esto les haya generado ese dolor tan grande. A ellos siempre los he querido como si fueran mis hijos, porque los conocí siendo guagüitas. Les cambié los pañales, les hice la leche, los hice dormir. Hoy siento que ellos también me quieren como a una mamá.

Carolina es sicóloga. 

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