Aborté con Misotrol

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Recién ahora, dos años después de lo que me pasó, me atrevo a compartirlo. Vamos a decir que se llamaba Juan. Nos conocimos por Tinder y me invitó a un concierto en el planetario al que me moría de ganas de ir. Salimos unas semanas. Después de varios clichés, del estilo "flaca, no quiero pololear contigo porque me gusta mi libertad", estábamos pololeando. Él me lo pidió. Un par de meses después, urgida, me tuve que hacer un test. Estaba embarazada.

Todavía no logro entender muy bien qué pasó conmigo en ese momento. Sí sabía, y estaba segura, de que no había parte de mí que quisiera ser madre. Ninguna. Y creo que no había sentido jamás en mi vida una certeza tan fuerte como esa. "No lo quiero tener", le dije a mi amiga que me acompañaba, cuando me preguntó que qué quería hacer. "Bueno, entonces tú tranquila. Vamos a solucionarlo. Comamos algo y pensamos cómo". Me agarró y me llevó a tomarnos una cerveza. "¿Qué tan ético es que tome si estoy embarazada?" Pensé. Pero estaba en un limbo, desconectada, aterrorizada, paralizada. Helada. Necesitaba un aborto en un país donde es ilegal hacerlo.

Juan lo supo esa misma noche. Fue a mi departamento y le mostré el test. Creo que no le di tiempo para decir nada cuando le comenté que no lo quería tener. De todo lo que hablamos esa noche, no me acuerdo de nada. Al principio me apoyó y me dijo que me iba a acompañar, pero lo veía tan asustado que sentía que era yo la que tenía que contenerlo a él. Tenía miedo de que su mamá lo supiera.

Empecé a buscar en internet dónde comprar pastillas, y finalmente llegué a una mujer que vendía las dosis de Misotrol. "¿De dónde saco yo esa plata? ¿Cómo sé que no me está vendiendo algo falso? ¿Y si me pasa algo, qué hago?", pensé. Pero dentro de las posibilidades, el mercado negro parecía ser mi mejor opción. Me junté con la mujer afuera de un metro. Conversamos más de una hora. Me abrazó y me dijo que iba a estar todo bien, que no tenía que ser mamá si no quería. Fue muy insistente en que, pasara lo que pasara, no podía mencionarle a ningún médico o alguien del área de salud sobre mi intención de usar Misotrol, porque me podían denunciar y detener. Me acordé de cuando hacía unos años había llegado a Urgencias de un hospital, al borde del desmayo de dolor por endometriosis, y se negaron a atenderme "hasta que confesara que estaba abortando". Con esa experiencia en el recuerdo, creí muy posible que me denunciaran. Me dijo también que mi embarazo aún era muy temprano. Tenía que pasar 21 días más embarazada para asegurarme de que todo saliera bien. Tenía que extender ese estado en el que no quería estar, esa angustia. No tengo palabras para explicar la desesperación. Sólo podía llorar. Sólo lloraba.

La realidad pasaba lejos de mí. No podía dormir por las noches. Ir a trabajar como profesora se hizo insostenible unos días después, cuando con los segundos medios empezamos a ver reproducción. De todo el currículum, justo en ese período, tenía que enseñar sobre embarazo y gestación. No podía sostener una clase sin sentir ganas incontrolables de ponerme a llorar. La ansiedad y la angustia brutal que tenía, me estaban matando. Fue durante esa espera cuando Juan me dijo que sentía que yo lo había engañado. "Me la hiciste, me metiste el gol". Me acusó de eso sin arrugarse, sin ningún respeto y sin asumir el 50% de responsabilidad que tenía. En ese momento, lo eché de mi casa. No volví a hablar con él, no volvió a aparecer.

Ahí entré en una etapa en la que no era capaz de salir de mi cama e ir a trabajar, me sentía al borde de un precipicio. Mi mamá y una amiga me ayudaron para que pudiese ir a ver a una psiquiatra. No estaba segura de poder decirle lo que me pasaba. ¿Y si no está a favor del aborto y decide denunciarme? No me acuerdo qué le dije, qué inventé, pero como llorar estaba empezando a ser mi estado natural, no me costó que viera mi angustia. Así fue como me dieron 21 días de licencia psiquiátrica y anti-depresivos. Pasé esos días tirada en mi cama llorando, leyendo testimonios y durmiendo. El tiempo se desdibujó. Mi cuerpo cambiaba todos los días, empecé a sentir náuseas, todos los olores me molestaban. Todo me recordaba que había algo creciendo en mi útero, sin que yo lo quisiera. Tenía la sensación de estar alojando a un invasor al que yo no le había dado permiso para que estuviera ahí. Yo no lo quería ahí.

El tiempo pasó, no pude esperar más y me tomé las pastillas. Ahí fue cuando empecé a sangrar. El aborto había empezado. Ese momento fue muy raro, porque a pesar de que estaba brutalmente segura de que no quería ser madre, igual me sentía confundida. Había algo que no entendía. Estaba tomando la decisión más importante de mi vida, y la única opinión que no importaba era la mía. ¿Acaso estaba en lo correcto al hacerme caso a mí misma? Es que todo mi alrededor me hacía sentir lo contrario. Mi vida me parecía una caricatura donde importaba más lo que piensan los senadores y diputados, la opinión de la clase política, lo que dice un pedazo de papel con una ley. Importaba más la creencia de los provida. Todo importaba más que lo que yo quería hacer con mi vida, con mi útero.

'De qué eres dueña, si no eres dueña ni de tu cuerpo', leí que dijo Lemebel, y cuánto me hacía llorar esa frase. Cuánto me indigna y cuántas ganas tenía de gritar hasta desgarrarme la garganta. Las horas que vinieron después de las pastillas fueron dolorosas. Por suerte llegó la misma amiga que me acompañó a hacerme el test. Estuvo ahí en cada momento; preparándome tecitos y durmiendo al lado mío para no dejarme sola. Las mujeres no te abandonan. Facebook me mostró que Juan ese día se fue a tomar con sus amigos.

Poco tiempo después en esta nebulosa que era mi vida, empecé a notar hinchazón en mi pómulo. Mientras dormía, la hinchazón se expandió a mi mejilla y a la oreja. Verme en el espejo esa mañana al despertar fue toda una experiencia, no me reconocí la cara. Llorar de miedo no ayudaba. Me dolía. Durante el día se hinchó más y me llegó al ojo y a los labios. El pánico se apoderó de mí, porque además perdí la sensibilidad de la piel y no podía mover ese lado de la cara. Me costaba comer y tomar agua. Ese día empecé a buscar como loca artículos, papers y reviews que hablaran de los efectos secundarios del Misotrol. Nada que dijera que te podías hinchar hasta la deformidad, perder sensibilidad cutánea y movilidad muscular. No tenía idea de qué me estaba pasando. Tampoco nadie a quien acudir.

Derrumbada emocionalmente, partí muerta de miedo a la urgencia más cercana de mi casa, pensando lo peor; que las pastillas eran falsas y que me había envenenado. Mientras esperaba a que me atendieran, la angustia me consumía. Le mandé un mensaje a la chica que me vendió las pastillas, porque me había prometido contestar cualquier duda que tuviese. Fue tajante: bajo ninguna circunstancia menciones que estabas embarazada o que tomaste Misotrol, trata de que no te hagan exámenes de sangre, di que tuviste una reacción alérgica. Fue muy clara: podían denunciarme y hasta detenerme si descubrían o si se enteraban de que había tomado algo para abortar. Si no podía decir lo que me pasaba, si no podía ayudar para poder recibir atención médica, para sanarme y cuidarme, ¿qué hacía ahí? Estaba tan cansada de todo, que me rendí. Partí de vuelta a mi casa, con mi cara irreconocible, botando miedo por los poros y sin recibir el cuidado que necesitaba. Pensé que si hubiese chocado ebria y matado a una familia, nadie me habría negado ayuda en ese mismo hospital. Pero yo no quería ser madre, y parece que eso era más grave.

Llegué a mi casa y me derrumbé llorando: todo me violentaba, todo el mundo me estaba pisoteando. Sentía que ya no podía más. Había abortado sola y a escondidas, sin poder recibir apoyo y contención de mi entorno, sin poder decirlo. Incluso no había podido recibir ayuda médica. Mi cara hinchada era el recuerdo de que había hecho algo que para los demás no estaba bien, algo que otros se dedican a juzgar y a opinar desde su realidad estrecha, incapaces de abrir su corazón a lo que te pasa cuando estás embarazada y no quieres estarlo. Mi país entero estaba violentando mi útero, estaba violentando mi salud, mi vida y mis ganas de vivirla. Y más encima, Juan podía seguir su vida como si nada, tomando con sus amigos mientras yo sólo quería dormir y no despertar.

¿Cómo te defiendes cuando te violentan así? ¿Cómo vives sabiendo que tu bienestar es menos importante que las ideas y credos de otros? ¿Cómo te defiendes de personas incapaces de empatizar con el dolor ajeno? ¿Cómo te defiendes de quienes creen ciegamente que lo mejor que le puede pasar a una mujer es ser madre? Casi dos años después, sé cómo te defiendes: contándolo. Escribiéndolo. Gritándolo si es necesario, porque al menos aún tengo el derecho a patalear, a levantar la voz y decir que lo que viví es injusto.

Me defiendo compartiendo mi experiencia y mi dolor con la esperanza de que todos entiendan: abortar no es fácil. Lo menos que puede hacer un ser humano frente a una mujer que sufre por un embarazo que no quiere, es ayudarla. No estigmatizarla, no discriminarla, no abandonándola. Darle la atención que necesita, darle apoyo, contención y la seguridad de que su salud no se verá comprometida. Darle trato humano. ¿Es mucho pedir?

Ignacia tiene 30 años, es bióloga y vive en Francia.

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