Se busca persona en calidad de fantasma

No hay que morir para transformarse en un fantasma. Los vemos todos los días, o más que verlos, los percibimos. Porque pocas veces se le mira a los ojos a alguien que ofrece un servicio. Puede ser la cajera de un supermercado, el hombre que limpia las ventanas de un edificio en Sanhattan, colgado en las alturas, o la nana de la casa. A veces también, cuando eres un allegado, dejas de tener una presencia física tangible. No podemos hacernos los tontos: la ciudad está llena de seres invisibles.




“La Gema de mierda nos cagó”, me dijo Daniela al teléfono. Era la primera vez que escuchaba su nombre así tal cual: Gema. No la Gemita, ni la señora Gemita. Un robo la había hecho merecedora de su nombre sin el diminutivo de siempre en la casa de su ex patrona. Al otro lado del teléfono seguía la queja: que esta vieja ladrona se había llevado más de un millón en joyas y se había echado a la fuga. Yo sentí una satisfacción enorme que tuve que disimular a través de la sorpresa. “¡Pero cómo! ¿La Gemita?”, repetía yo a cada rato.

No quiero que me juzguen, porque probablemente voy a quedar como un malagradecido, y no sólo eso, sino como un inmoral, porque no está bien celebrar un robo. Pero yo me sentía aliviado. La Gema iba a vender ese reloj caro, una pulsera o esos anillos de marca probablemente a un buen precio y, con esa plata, iba a pagar alguna deuda y el domingo, a la hora de almuerzo, se iba a dar un banquete con carne mongoliana, pollo con almendras, wantanes, arrollados y una cassata de helado.

Dicen que generalmente uno se convierte en un fantasma cuando se muere, no antes, pero yo me transformé en uno en vida. Fui un espíritu translúcido y silencioso cuando era el allegado. El huésped en la mansarda. La Gema también ocupaba ese lugar, pero desde la habitación de servicio.

Para aclarar las cosas y darle crédito a Daniela, la amiga que me recibió, voy a contarles que me salvó de vivir quizás dónde. En una de las tantas veces que me fui de mi hogar materno, ella me ofreció quedarme en su casa mientras la tía Paola estaba en Japón con su marido. De lo único que me tenía que preocupar era de comprar mi comida y mis cosas de aseo personal, pero yo había hecho cuentas y no saldría tan caro: soy vegetariano así que durante un mes podría sobrevivir de lentejas y garbanzos. Ese era mi plazo y mi plan.

Daniela me llevó hasta la mansarda, que fácilmente una inmobiliaria en el centro de Santiago podría vender como un atractivo departamento de soltero. Tenía una pieza mediana con un closet, la separaba una pared de un pequeño living en el que cabían dos sofás y un escritorio. También había una pequeña bodega donde se guardaban las cosas de la pascua, unas sillas viejas y los esquíes.

Mi primer encuentro con la empleada fue cuando me instalé, bajé las escaleras, entré a la cocina y me serví un té. Detrás de la puerta, acorralada contra la pared pero sin emitir una palabra, estaba ella. Pegué un salto. Me miró como te miran los perros ajenos antes de moverte la cola, como si me pidiera permiso para saludar. Hola, le dije yo.

Sin trabajo, yo pasaba la mayor parte del día en la casa de dos pisos, una mansarda y un jardín que le daba la vuelta. Yo hacía mi cama, lavaba mi ropa y la doblaba. Pronto me acostumbré a que lo hicieran por mí. Es fácil ser atendido. Daniela se iba a la universidad, a hacer su práctica, y yo me quedaba ahí. En el patio descubrí mi amor por las plantas podando algunas y haciendo esquejes. Gemita me miraba de reojo mientras metía ropa a la lavadora hasta que sonó ‘Bella sin alma’ de Ricardo Cocciante y me puse a cantar. Nos miramos con complicidad y armamos un coro, ella desde la logia, yo tirado en el pasto sacándole las hojas quemadas a un ficus.

¿Conoce al Pablito Aguilera usted?, me preguntó ella. Sacó dos reposeras, puso la radio Pudahuel, me pidió que no le dijera a nadie que se iba a fumar un cigarro, colgó el delantal y se hizo un mate, porque estaba intentando perder peso, confesó después.

Mi amiga Daniela es morena, tiene los pómulos marcados y el pelo grueso y oscuro. Sus rasgos sureños los empezó a ocultar bajo espesas capas de maquillaje en un estilo bastante teatral. Todavía se hace las cejas, se dibuja una hendidura en los costados de las mejillas y se ilumina la nariz para que parezca más puntiaguda. Mientras más envejece, más paletas, rubores y bases aparecen en su cartera. El lugar del que viene, a pesar de que nos conocemos de toda la vida, es un total misterio y ella alimenta esa incertidumbre sobre su biografía con un “es cerca de Longavi”. Insiste en que para qué va a decir el nombre del pueblo, si nadie lo conoce, pero yo siento que tampoco quiere que lo conozcamos.

Vivíamos en el centro cuando éramos niños y tomábamos la 306 afuera del colegio subvencionado, nos íbamos escuchando música, un audífono ella, otro yo. Fue cerca del 2009 cuando su mamá, una esforzada mujer soltera sin estudios universitarios, descubrió un millonario negocio que les cambió la vida. Daniela se fue. Dejaron el departamento en San Pablo y aterrizaron en un barrio precioso, abrazado por árboles y acogido por la Cordillera de los Andes, rodeado de casetas con vigilantes.

A pesar de que la tía Paola estaba al otro lado del mundo, Daniela tenía que ir al Jumbo y llenaba dos carros enteros de abarrotes para ella sola y la nana. A la segunda semana de mi estancia en su casa supe que no tenía que comprar nada, que la comida sobraba a montones y que no se iban a dar cuenta si sacaba algo. Pasaron uno, dos, tres meses.

Volvió la tía, la patrona, con souvenirs, pero nuestra rutina con la Gema no se alteró, la gente abandonaba nuestra casa a las ocho, nosotros seguíamos gastando las mañanas escuchando los cuentos paranormales de la radio y la acompañé en esta meta de perder unos kilitos. Cambiamos el mate por el té rojo. En esa época estaba de moda.

Daniela habla raro, como los monos en la tele, doblados a un español neutro. Ella lo encuentra elegante, yo creo. Si se sacaba un seis en la práctica, le regalaban una ida a Swaroski. Si estaba triste, a Tiffany ‘s. Cuando sacó la licencia, se dio una vuelta por Pandora auspiciada por su mamá. Han pasado años y parece que ese acento de Plaza Sésamo la fagocita y desaparece la niña que se emocionaba cuando compartíamos un audífono en la micro. Un día entró muerta de la risa a la casa con una amiga de la universidad, venían de la nieve. Dejaron los esquíes botados en el acceso y un desfile de ropa sucia en el suelo a su paso, como las migas de Hansel y Gretel. Gemita y yo nos encontramos por casualidad en ese primer piso, miramos el desorden, y escuchamos a las amigas reírse al otro lado de la casa mientras recogíamos los escombros de su salida de media semana.

Cuando llegó la primavera las bugambilias estaban florecidas y el ficus sano tenía nuevos brotes. La tía Paola, su marido y Daniela se arreglaron, recibieron a una familia amiga y yo me senté a la mesa también. El Juanito, me pusieron. Nadie me dice así. Nunca me han dicho así. Pero ella enumeró: al Juanito lo querían de toda la vida, un niño ejemplar, trabajador, le iba tan bien en el colegio, hay que ayudarlo para que no se pierda. Acá en la casa ni se siente, no mete ruido, se porta increíble.

El huésped que pasa todo el día en una casa abandonada por sus dueños, que escucha al Pablo Aguilera a todo chancho, que se roba comida de la despensa antes de que se eche a perder, que se da unas duchas largas hasta quedar como pasa. Ese mismo Juanito que usa una mansarda entera para vivir. Un piso completo. Él no se ve, no se oye, no molesta, pero existe, está por ahí, se hace sentir a través del jardín, cuando resucitó al ficus que dieron por muerto. Milagroso. Juanito, con Gemita, los únicos habitantes de la casa, no tienen nada que ver con la casa.

Gemita, ya, traiga el pato.

Gemita, la ensalada verde.

Gemita, ¿ya cuajó el mousse?.

Gemita, vaya sacando el Eton mess del refrigerador, sino nadie se lo va a comer.

Gemita, vaya a ver a la hija de la Sole, metió un ruido.

Yo ahí, sentado en la mesa, no levantaba la cara del plato. Sentía vergüenza. O más bien, me sentía como un traidor. Nadie le dice a una nana puertas adentro cuando comienza sus actividades, ni cuando las termina. Si alguien se enferma del estómago en medio de la noche, tiene que correr a hacer un té de orégano. Si los invitados no se van, no se puede sacar el delantal hasta que se apaguen las luces. Con los pies hinchados como empanadas, Gemita terminó la jornada cerca de las tres. Al otro día, a las nueve de la mañana, la cocina estaba impecable.

La Gemita temía que yo me quedara estancado en la vida, atrapado en el entretecho, entonces me regaló una ruda. A mí que me gustan las plantas. Me dio este consejo y yo ahora se los doy a todos ustedes: a la ruda hay que hablarle, como si fuera una amiga, pedirle favores económicos y sacarle una ramita. Ojalá se pongan esas hojitas en la ropa interior. Pasó una semana y me llamaron de un local en Providencia para que fuera el recepcionista. Me fui a vivir solo al tiro y el último día Gemita me preparó unas escalopas de berenjena, una receta que encontró en internet. Se decepcionó cuando las probó porque según ella iban a tener sabor a pollo. La abracé y nos emocionamos. Por un momento no me quise ir. Tenís que pololear, me dijo.

Hasta hoy no hay pruebas concretas de que Gema Soto haya robado, pero pasó a la historia como una ladrona. Sólo hay suposiciones. Dejó la casa de sus patrones porque se enfermó de un ojo y les dijo que no iba a volver. No les dio ni tiempo de encontrar a un reemplazo. Se fue. Pasó una semana cuando Daniela, movida por una supuesta intuición, empezó a revisar sus cosas y notó que faltaba un reloj, unos aros y una pulsera. Yo como testigo sólo podría aportar al caso que muchas veces me encontré joyas tiradas en el auto de mi amiga, debajo del asiento. A veces ella se sorprendía cuando vaciaba una cartera vieja y encontraba alguna cosa. Incluso, en una oportunidad, dejó un reloj inteligente en mi departamento, cuando se quedó a ver unas películas.

Volví a la casa en el barrio alto para un cumpleaños, cuando en lugar de Gema, ya estaba instalada Johanna, una mujer peruana. La Jovita, le decían. Cuando estaba sirviendo unos rollitos de confit de pera y puso su torso cerca a mí, percibí un prohibido olor a cigarrillo en su delantal disimulado con una colonia floral.

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