Tribu

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Atravieso un pasillo largo, huele a brisa marina. Me acerco al mesón de la recepción del gimnasio, veo un pelo brillante, piel blanca, dientes pequeños. Me explica el proceso de inscripción, mi mirada se queda fija en sus dientes. Enumera múltiples bondades y servicios: un equipo de apoyo y facilidades de pago. Termino deslizando mi cédula de identidad por un sensor transpirado. Procedo a conocer las instalaciones del Gimnasio Pablo Gaona. Entrar aquí evoca heroísmo. Este recinto deportivo lleva el nombre de una persona, creo que eso significa mucha responsabilidad, representar la aspiración por un bienestar físico y un futuro mejor. Pablo compromete su nombre a eso.

La clase para la que me he inscrito sucede en una sala amplia del segundo piso, con un espejo que cubre toda la pared frente a un ventanal que da a la calle. Somos quince, todos frente a nosotros mismos. El profesor cubierto de tatuajes tribales hace su ingreso lentamente, paseándose por entre los alumnos. Lo tribal me da una suerte de confianza, algo dice de una conexión más elevada entre cuerpo y mente. Al verlo bajo la mirada y me amarro el pelo en una cola, respiro hondo y me dejo llevar. Es campeón nacional de muay thai, y nos hace sudar. El espejo se empaña y el beat de una canción ochentera lo desintegra todo. Ahí estamos saltando, aplaudiendo, estirando y contrayendo nuestros cuerpos. Mis brazos son cortos, no llego al suelo. Lo miro a él. Quiero contraer mi cuerpo y moverlo. Un, dos, tres, arriba, abajo, dice nuestro líder. Un, dos, tres, arriba, abajo, repito en silencio. Voy bien, me digo, pero me duele todo.

De pronto, todos abandonamos simultáneamente la rutina y empezamos a hacer un movimiento único, cada cual se estira y salta en su ley. Es liberador, nuevo, siento que algo se rompe con esto. Cada gota de sudor que sale de mi cuerpo es parte de mi yo pasado, me dejo ir. Repetimos. Todo aquí es una vía al escape. El espejo empañado apenas me devuelve una visión de mí misma; ya no soy una, soy parte de esta tribu que lidera el profesor. Oramos. Estiramos nuestros brazos, gritamos, clamamos por piedad, que acabe. Respiro; el olor a desodorante ambiental es intenso. Nos damos las manos y hacemos una ronda. Nos trenzamos de los brazos, los dedos y apretamos los puños. Hacemos un baile tipo celta. Gritamos. Reconozco el aroma: bosque nativo. Saltamos con decisión, ahora estamos en un bosque. Siento que algo va a explotar o que todo se va a resolver, veo en la nube del espejo a una princesa vikinga. El jefe de la tribu se acerca, me está mirando porque me ha elegido, mi corazón se acelera. Vuelvo a mirar el espejo, soy yo, yo soy la princesa vikinga. Siento su piel, me toma y me eleva. Creo que si Pablo Gaona estuviera aquí se sentiría orgulloso. De nuestra tribu, de mí. Gritamos. Yo sigo en el centro. En uno de los saltos me caigo. Siento el olor al caucho tibio de la colchoneta. Me retraigo en posición fetal, transpiro frío y me doy vuelta. Apoyo mi otra mejilla, me acomodo, me chupo un dedo y siento una mano húmeda y grande acariciándome la cabeza, la tomo entre mis manos y le doy besos. Cierro los ojos, la llevo hacia mi frente y dibujo una cruz con su dedo.

Elisa Villanueva Prieto (32) es poeta y licenciada en letras. Le encanta el maní japonés y apoyar los pies en baldosas heladas.

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