[Material exclusivo] Sanarse en el campo

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VIDA CAOTIZADA

Por la granja también han pasado muchas mujeres, que han llegado por problemas como adicción al alcohol, depresiones, trastornos de alimentación o por un cuadro que los terapeutas aseguran se repite cada vez más: vidas caotizadas. Algo así fue lo que le pasó a María Jesús Lagos (40), quien tenía 28 años y un hijo de cuatro cuando decidió entrar a la comunidad. "Tener algo de estabilidad era algo que simplemente no lograba. Era la típica persona que trazaba proyectos como castillos en el aire y de repente, pum, todo se caía al suelo. Tenía vaivenes emocionales frecuentes: arranques de intolerancia y me enfrascaba en peleas rabiosas con amigas o parientes y dos días después, hacía como que nada había pasado. Las emociones se me iban de las manos y con ello mis relaciones". Pero al cumplir 28, se vio atrapada en su propia anarquía. "Llegó el momento donde tenía que hacerme cargo de mi hijo, sin ayuda de mi entorno, y me di cuenta de que asumir responsabilidades me producía pánico. Mi vida era un caos", explica. Su partida al campo se dio tras una conversación con Claudio Rauch, a quien conocía desde su adolescencia cuando su mamá la llevaba a algunos talleres de antroposofía. "Fue la primera persona que me hizo ver lo que pasaba, porque yo no era capaz de mirar mi problema. Siempre le echaba la culpa al resto y no me daba cuenta de que era un patrón mío. Entonces le dije "¿Cómo lo hago para instalarme en la granja si tengo un hijo a quien no puedo dejar?". Entonces me dijo: "Anda con él".

María Jesús y su hijo Francisco llegaron a la granja los primeros días de febrero de 2004. Ella se trasladó con su cama, su escritorio y la cama y los juguetes de su hijo. Se instalaron en una casita que tenía tres piezas, un baño y una salita que compartían con otra paciente. En marzo de ese año Francisco, entró al jardín infantil en Curacaví. Al año siguiente, al colegio Giordano Bruno, ubicado en Peñalolén. La persona encargada de llevar desde la granja al colegio las verduras y la leche, trasladaba al niño las mañanas y lo traía de regreso a la granja por la tarde. Mientras María Jesús trabajaba el campo, Francisco paseaba arriba del cerro, perseguía conejos, acompañaba a otros pacientes a desmalezar o acarrear las vacas, se entretenía arriba del coloso que cargaba la alfalfa o andaba en bicicleta. Los fines de semana casi siempre lo iban a ver sus primos. En tanto, María Jesús poco a poco aprendía a ponerle orden a su vida. "Como a las 7 de la mañana ya estaba en pie.

Cuando terminaba tarde me daba cuenta de que había estado todo el día trabajando en el campo, más allá de lo difícil que se me hacían muchas cosas", comenta. "En esa rutina me fui dando cuenta de que para trabajar me tenía que esforzar, porque el campo exige esfuerzo físico y mental, y eso me reconfortaba. Eso hizo que apareciera en mí una fuerza que no sabía que tenía. Trabajar en el campo reconcilió mi relación con el trabajo". En ese aspecto, asegura que el rol de los terapeutas se daba de una manera tan invisible como concreta a la vez. "Ellos son quienes día a día están ahí pidiéndote que cumplas las cosas que tú misma prometiste hacer: por ejemplo, si dijiste que querías hacerte cargo del compost, no dejar eso a medio camino. Y así con distintos trabajos en el campo. Ellos te van mostrando cosas que en la vida común y corriente nadie te obligar a mirar. Acá en esa conversación que en la vida uno evita, acá no se deja pasar".

Descubrir cuándo era el momento de dejar la granja, asegura, le costó. "Lo hice cuando tuve la certeza de que estaba preparada para vivir y sostenerme sola. Partí cuando estuve segura de que no iba a caer en ningún tipo de caos porque sentía que era algo que podía dominar".

Lo primero que hizo a la hora de partir fue quedarse unas semanas en la casa de su hermana hasta conseguir trabajo como administradora en una pastelería. Y entonces arrendó un departamento para vivir con su hijo. "Yo creo que mi paso por la granja salvó mi relación con mi hijo, porque fue ahí donde realmente asumí mi rol como mamá".

SEIS AÑOS EN LA GRANJA

Daniela Díaz (35) llegó tiempo después de María Jesús, atrapada por un desencanto profundo que arrastraba desde su paso por la universidad. "Estaba muy degradada anímicamente, súper flaca, pasaba llorando todo el día. Era un desastre, pero no sabía lo que me pasaba", recuerda. Para tratar de salir de su círculo vicioso, recorrió la consulta de varios siquiatras y sicólogos. "Uno me dijo que era bipolar, otro que era un cuadro de estrés. Me daban antidepresivos y yo seguía con la misma sensación de vacío", comenta.

Entró a la granja en enero de 2006. "Fue ahí, con ayuda de Claudio, que entendí que el sufrimiento que yo padecía era producto de una enfermedad que se llama personalidad limítrofe, que me hundía anímica y físicamente. Adentro de la granja me di cuenta de que debía tomar las riendas de mi vida y fortalecerme anímicamente".

Para armonizar su temperamento le indicaron medicamentos antroposóficos y algunas lecturas orientadas a construir fuerza interior. "A veces me llevaba cuadros, como el de Arcángel Miguel de Rafael, donde aparecía pisando al demonio. Me decía: 'eso es lo que tú tienes que lograr: pisar tu propio demonio, mirarlo y enfrentarlo'". Daniela dejó la granja seis años después, cuando ya sabía convivir con su trastorno, y tenía claro lo que quería hacer: durante su estadía en la Comunidad había redescubierto su pasión por el piano, disciplina que había aprendido de niña, que tiempo después había dejado de lado, pero que pasó a ser parte importante de su tratamiento. En el piano que había en el living de la casa principal de Cuyuncaví realizaba su terapia artística. Por eso, meses antes de salir, dice haberse dado cuenta de que, de regreso en Santiago, quería ganarse la vida dando clases de piano.

Hoy, mirando atrás, dice. "La gente debe decir 'qué raro irse a encerrar a un lugar tan alejado de la ciudad y de la vida para sanarse', pero al final lo que se vive en la granja es la realidad. Ahí la condición humana está expuesta en su modo más radical: es una pequeña sociedad formada por personas que sufren problemas demasiado expuestos —alcoholismo, esquizofrenia, drogadicción, depresión— y a pesar de ello, es una sociedad que funciona y bien enfrentando los problemas de cada uno".

RECUPERAR UN TALENTO

Eve Brass (30), la paciente dada de alta más recientemente llegó un año después de salir de la universidad, donde estudió música. Por entonces, su tendencia depresiva la tenía completamente anulada. "Amplificaba los problemas, por mínimos que fueran. Cualquier problemita yo lo hacía un drama gigantesco. Vivía en un estado de ánimo que no me permitía salir adelante, la vida era algo que no me despertaba entusiasmo y me preguntaba constantemente 'qué estoy haciendo acá'".

"El primer tiempo estuve un poco descolocada, tensa, porque fue un cambio muy abrupto para el que no me alcancé a preparar. Porque la renuncia que uno hace es grande: cuesta dejar tu celular y no llamar a una amiga para salir o ir a un concierto".

Estar todo el día bajo el sol y en contacto con las plantas, dice, fue lo primero que la reconfortó físicamente. Pero fueron sobre todo las lecturas que le indicaba su terapeuta las que la hicieron superar la desazón. "Con ellas empecé a sentir una enorme armonía interior, porque lo que me daba el campo, la lectura lo ampliaba. Y eso me fue haciendo sentir que lo que me rodeaba por fuera y lo que sentía por dentro, valía la pena".

Durante los tres años que pasó en la granja, retomó su rutina con el violín. "Me convencí de que era capaz de desplegar lo mío. Ese convencimiento me hizo estar segura de que podría vivir de ello al salir", dice. Desde Cuyuncaví comenzó a proyectar su nueva independencia: por medio de amigas de la universidad consiguió hacer reemplazos como profesora de violín. Antes de partir, sus compañeros le regalaron un libro de recetas ilustrado que hicieron ellos mismos. Fue una señal de apoyo a su nueva independencia. Hoy, vive en un departamento compartido en La Reina. Ahora reflexiona: "Tras pasar por la comunidad inicié una vida, más sabia. Ahora siento ganas de compartir lo que viví ahí, pero me pasa que, por alguna razón, la gente no se interesan mucho en saber; quizás es porque suena tan alejado de la realidad. De hecho yo misma, de no vivirlo, no me hubiera imaginado una vida y una forma de sanarme así".

SIN RAVOTRIL

Benjamín Aguilera recuerda como si fuera hoy ese martes de 2009. Estaba en la Escuela de Cine, donde cursaba el segundo semestre cuando, de un momento para otro empezó a sentir una angustia profunda, como si un nudo en la garganta y el pecho no lo dejara respirar. Se paró del asiento, caminó al metro y frente al vagón experimentó la incapacidad de mover su cuerpo. Era la primera de una serie de crisis de pánico que experimentaría a lo largo de meses. "Fue como un accidente de tránsito, como ir en un auto y de repente chocar. Así cambió mi vida: en 180 grados, de un día para otro", dice. Trató de superarlo los días siguientes, pero el asunto se fue tornando cada vez peor: al salir a la calle, si se alejaba de su casa, lo atrapaba la idea de que algo le iba a pasar. "Estaba emocionalmente desbordado y muy descompuesto, como con la sensación de haber estado llorando todo el día. No podía despegarme de mi mamá ni estar solo".

En la granja pasó tres años y cuatro meses. El primer tiempo lo recuerda duro. "Estaba tan mal que no podía comer y apenas pararme. Pero Cecilia llegó a decirme "tienes que ir al campo al tiro, porque si no ¿a qué viniste? Aquí no te vas a sentir mejor si no trabajas".

Su primera tarea fue acompañar a otro paciente a trabajar a la granja medicinal. Junto a los remedios antroposóficos que comenzó a tomar, empezó a escribir su biografía y un diario de sus días en la granja: la idea era que él mismo se fuera dando cuenta en qué circunstancias le venían los ataques de pánico para "objetivarse", una palabra que muchos pacientes utilizan para describir el momento donde se ven desde afuera y pueden advertir qué rasgos de su carácter y qué condiciones del entorno los llevan a padecer lo que los hace sufrir.

De lo primero que Benjamín se dio cuenta era que no tenía las cosas muy claras en la vida. "Vivía demasiado encerrado en mí mismo y me dejaba determinar mucho por el resto, por cómo me veían", comenta. Las lecturas que le daba el terapeuta estaban enfocadas en revisar la vida de personas de la cultura, para ir ahondando cómo habían superado caídas profundas. "Con esas lecturas entendí que quienes sufren ataques de pánico son personas muy inseguras de sí mismas y pasar de ser inseguro a ser seguro es muy difícil. Yo tuve que reconstruirme a mí mismo, literalmente. Y cuando me di cuenta de que esa era mi tarea decidí que no iba a apoyarme de remedios. Nunca más tomé un Ravotril o un Clonazepan, aunque muchas veces me sentí tentado a pedirlos para que mis ataques de pánico se me pasaran rápido".

Los primeros meses sufría crisis de pánico todos los días. "Cada vez que me venían recordaba una frase que se repite mucho en la granja y es que el dolor te está diciendo cosas… Tuve que desarrollar la confianza y la paciencia hasta sentir que podía superar ese dolor sin tomar una pastilla".

El trabajo en el campo le fue revelando cosas. "Yo tenía tendencia a ser muy obsesivo. Cuando había que hacer algo muy delicado, como colocar una manguera para el riego, yo lo quería hacer a la perfección. Me empecé a dar cuenta que en esos momentos me empezaba a angustiar y eran el escenario previo a un ataque de pánico. Así decidí que podía hacer las cosas bien sin obsesionarme".

El contacto con las vacas, asegura, lo ayudó a sacar personalidad. "Era tan fuerte su presencia que me intimidaban. Pero yo me paraba frente a ellas y decía: 'aquí estoy yo'". Con los caballos aprendió a desarrollar carácter "porque es un animal que todo el tiempo quiere hacer su voluntad, quedarse pastando y en la granja no se lo puedes permitir, porque tienes que trabajar con él. Entonces me di cuenta que si yo no le imponía mi voluntad, el caballo hacía la suya. Esos momentos son de despertar".

Con el paso de los meses, las crisis empezaron a ser cada vez menos frecuentes. Desde que salió, no ha vuelto a padecerlas. "En el proceso de sanarme entendí que uno no se sana solo cuando físicamente está bien, sino cuando logra tener sustento para proyectar con conciencia su vida. Ese, para mí, fue el premio: ya no tener crisis de pánico y que las cosas fueran en otra dirección". Al salir de la granja entró a estudiar Agronomía.

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