La indescifrable muerte de Viviana Haeger

Los 42 días que Viviana Haeger estuvo desaparecida en Puerto Varas se pensó que el caso era obra de un sicópata o un secuestrador. Pero Viviana apareció muerta, sin una sola marca en su cuerpo, en el entretecho de su casa, en un barrio estilo Chicureo. Un periodista de Paula estaba con la madre y las hermanas en la casa de Viviana cuando la PDI descubrió el cadáver en las narices de todos. Aquí esa conversación del Archivo Paula.




La madrugada en que Viviana Haeger (42) apareció muerta en el más recóndito escondrijo de ratas que alguien pudiera haber inventado en una casa, había una claridad musical en el cielo. El tejado verde y puntiagudo de la vivienda del condominio Parque Stocker, avaluada en 300 millones de pesos, parecía una lámpara de Halloween contra el resplandor de la ciudad de Puerto Varas, a ocho kilómetros de distancia. Como en el Viejo Oeste, un mes después de la extraña desaparición de Viviana todavía la pequeña ciudad estaba plagada de carteles “Se busca” y “Secuestrada” con su foto, teléfonos y una recompensa de cinco millones de pesos.

El sheriff del lugar, el prefecto Juan Galleguillos, un curtido policía con 30 años de servicio que llevaba 42 días a cargo de las investigaciones, estaba lleno de hipótesis, pero no tenía ninguna pista.

La única que había resultó ser falsa: un llamado de secuestro que recibió Jaime Anguita, el marido ingeniero y dueño principal de la constructora Puerto Octay, a las 13:20 del 29 de junio, el día en que Viviana desapareció. Nunca recibió un segundo llamado pidiendo rescate y la policía descartó la tesis: hoy parece un cazabobos para alejar la investigación de la propia casa. Al atardecer del 10 de agosto llegué a las parcelas de Parque Stocker, de donde Viviana desapareció.

Hacía un frío de sepulcro. Es odioso intentar hablar con personas que sufren. Un periodista es lo más inútil y molesto cuando hay dolor. Fui a la parcela contigua, donde vive la hermana, Mónica Haeger, y hablé con la madre de ambas, Delia Masse (77).

–¿Qué tengo yo que hablar con Paula? No, no… Tráigame a mi hija y le cuento todo lo que quiera… pero tráigamela primero… Pasaron dos minutos.

Sonó un teléfono al interior. A Mónica se le descompuso el rostro. Un celular quedó sonando. Gritos, llantos. Las dos hijas de Viviana, de 14 y 7 años, me taparon la cámara y me corretearon hasta el portón. Toda la familia Haeger se pegó, llorando, a la verja que separa las dos parcelas. Delia Masse preguntó desesperada a los policías "¡¿Qué pasa, qué pasa?!". Nadie le respondió. Hasta que un hombre de civil y pelo corto se compadeció.

La abrazó y le dijo al oído: –Su hija apareció muerta en el entretecho. Yo era el más sorprendido de todos. Viviana no tenía signos de violencia ni lucha. La autopsia confirmó que ninguno de sus órganos principales –corazón, cerebro, pulmones, riñones, hígado, páncreas– había fallado. Estaba vestida, tenía puesta una parka. En el bolsillo derecho estaban las llaves. En las botas no se encontraron huellas de la arcilla que circundaba

la casa. Para entrar al escondite donde la encontraron, Viviana –de 1,58 m y 48 kilos– tiene que haberlo hecho viva. Y gateando. De las pericias, se concluyó que tiene que haber esquivado dos anchos tubos de chimenea que sólo dejaban espacio para pasar la cabeza de lado y, luego, el cuerpo, apretadamente. Se sabe que se sentó en una viga. Poquísimo tiempo después, cayó acurrucada de costado. Vomitó y murió. Luego, alguien cerró por fuera la puertecita del escondrijo al que se ingresaba desde la pieza matrimonial, en el segundo piso.

La policía, cuando allanó la casa el primer día, la encontró cerrada y sin señas de que alguien hubiera entrado por ella. El rincón donde Viviana apareció era tan rebuscado y recóndito, que sólo puede haber ingresado bajo amenaza. O para huir del terror más profundo que pueda sentir una persona. Un terror del sur.

ANTES ERA ELLA

Cinco días antes de que desapareciera, Viviana Haeger manejaba por la ruta de Puerto Varas a Ensenada, orillando el lago Llanquihue, hacia la tumba de su único hijo hombre, que nació anacéfalo, sin cerebro, y vivió apenas unas horas. En el camino al cementerio vio a una mujer llorando en un paradero. Detuvo su camioneta y se bajó a consolarla.

–Todas las penas de amor tienen arreglo, así que échele para delante– le aconsejó Viviana al irse. En cambio lo mío –le dijo– no tiene solución. La mujer, que en los días siguientes vio el rostro de Viviana en los carteles, se acercó a la policía para dar su enigmático testimonio. Fue tan inútil como el de José Saldivia, un conductor de radiotaxi que días antes fue a dejar a Viviana a su casa, cargada de bolsas con mercadería. Intentó echarle una mano, pero el marido salió y lo detuvo en la puerta:

–Déjelas ahí, no entre. Yo las llevo.

–Pero…

–¡Déjelas!– le ordenó.

Saldivia se fue y oyó una discusión. Gritos. En la misma mañana que desapareció, había quedado de ir al Colegio Alemán –donde estudian sus hijas– a buscar los frenillos que Susan había perdido en el patio. "Me visto y salgo" –habría dicho a la persona que recibió el llamado.

Luego, según quedó registrado en su celular, a las 8:55 recibió un llamado de su marido –según él para despedirse. Cosa que nunca hacía, según la familia de Viviana. Habló después con una apoderada del colegio, Emy Guzmán, sobre las teleseries que verían ese día y, a las 9:36, llamó a su única amiga íntima, Margarita Soto, con quien hablaba hasta ocho veces al día, pero ésta no le contestó porque estaba chateando con su marido.

Margarita le devolvió el llamado a las 10:30, pero ya era tarde. El celular sonó muerto. La policía rastreó durante 42 días en la cordillera, buceó en el fondo del lago Llanquihue, siguió pistas en Concepción, averiguó en pasos fronterizos, recibió croquis de docenas de mentalistas sin encontrar pistas. Ni un pelo. Ni una huella. Ni un testigo.

La PDI averiguó de la vida de Viviana y Anguita probablemente más de lo que ellos mismos sabían. Pero fuera de líos matrimoniales, no encontraron nada. Ni amenazas, ni ninguna advertencia suicida.

La única pista que tenían era el llamado que el marido aduce haber recibido a las 13:20 del día de la desaparición, donde supuestamente le dijeron: –Si quieres volver a ver con vida a tu mujer… Anguita cortó pensando que se trataba de una estafa telefónica. Algunos detalles son raros: no llamó a Viviana para cerciorarse. A las 14:00, cuando su hija mayor lo llamó para decirle que la mamá no había ido a buscarla al colegio, no la localizó para preguntarle qué le había pasado. Anguita le dijo a la adolescente que se fuera caminando a la casa, a 1,3kmde distancia del colegio, por el camino a Ensenada. Solitario. Rodeado de bosques. Cuando la niña llegó, la puerta estaba abierta y la cartera de Viviana desparramada en la cama. Ella ya no estaba. De inmediato Anguita puso una denuncia por presunta desgracia y comenzó su campaña de carteles.

TARDE DE PERROS

¿Jaime Anguita la buscaba realmente? La suegra y las hermanas de Viviana dijeron a la prensa local que no, que era un show. El 26 de julio alguien le aconsejó a Anguita por facebook que fuera al monasterio carmelita de Tres Puentes, donde quizás Viviana se había internado de monja. Tres días más tarde él responde por la misma vía: "Ayer fui al monasterio, no encontré a Viviana…".

Una de las monjas, sor Trinidad, lo reconoció más tarde: le mostré una foto del diario de Anguita. Había ido solo y, efectivamente, preguntó por Viviana Llamé a Jaime Anguita. Contestó “Aló”, brusco y vivaz. Cuando le planteé de qué se trataba mi llamado, bajó el tono y su voz se puso aguda y lastimosa: –Estoy ocupado repartiendo carteles, buscando a mi mujer, así que no sé si lo pueda recibir. De nuevo los carteles. Se busca, Secuestrada. Al día siguiente tampoco me pudo recibir, partió a la cordillera, me dijeron. No había querido participar en ninguna de las búsquedas, pero, ese día, Carabineros lo convenció de que fuera a ver trabajar a los perros buscadores de personas en río Pescado. Durante esa mañana Jaime Anguita hizo muchas preguntas técnicas: –¿Cuál es el porcentaje de efectividad de los perros?

–Ciento por ciento– le respondieron los cabos César Vallejos y Juan Pablo Valdés. –Si hay un cadáver en este predio, los perros lo van a encontrar, aunque esté a varios metros de profundidad.

–¿No se confunden con un animal enterrado, una vaca, por ejemplo?– insistió Anguita.

–No. Los perros están entrenados para detectar únicamente el olor de putrefacción humano. Aunque sea una gota de sangre humana, no la confunden con sangre animal.

Los carabineros eran un muro sin grietas. Anguita pidió hacer una prueba. Untaron un trapo con diamina, la molécula que produce la putrefacción humana y que se usa en los rastreos, y Anguita se internó 100 metros bosque adentro. Lo enterró y –astuto– bajó por otro sendero. Soltaron a los perros Tomás y Candela. Se demoraron 7 y 14 minutos en encontrar el pañuelo. Los perros siguieron trabajando ese día hasta las 16:00 hrs. Mientras, el suboficial Joel Burgos se sentó con Jaime Anguita en el furgón. Burgos le contó cómo, después de 10 años, descubrieron el cadáver de una mujer enterrada por su marido debajo de un gallinero.

–Los muertos hablan– le dijo Burgos a Anguita. La vamos a encontrar. Bajaron a almorzar. Los cabos Vallejos y Valdés hicieron un croquis del trabajo presupuestado para el día siguiente. Se lo mostraron a Anguita: –Rastrearemos todo Tres Puentes y el sector de Monasterio. Si nos va mal –el cabo Vallejos hizo una flecha con plumón y un círculo sobre el croquis– llevaremos los perros a la casa, donde desapareció.

Jaime Anguita partió solo a Parque Stocker a las 17:30. Estaba ahí su madre, de 82 años. A las 18:55, llamó a la PDI para avisar que había detectado mal olor y que, tratando de ubicar el origen, encontró el cadáver de su mujer en el escondrijo. Y se desató toda aquella confusión, hasta la madrugada.

Cuando el prefecto Juan Galleguillos se fue, a las cuatro de la mañana, junto a sus hombres, era el policía más triste y abatido que he visto en muchos años. Tuvo durante semanas el cuerpo en sus mismas narices. Pero ocurre. En 2005, un ingeniero se suicidó en Melipilla en el entretecho y la policía, que hasta durmió en la casa, tardó tres días en descubrirlo.

LA AMIGA

La persona que hablaba ocho veces al día con Viviana Haeger, la que oía sus secretos y confidencias, no era alguna de sus hermanas, ni siquiera su melliza Magaly, menos su marido. Era Margarita Soto, su íntima amiga desde hace 11 años. La llamó el día anterior a las 19:30. –Mañana copuchamos otro ratito– fue lo último que le dijo con vida. Margarita descarta de plano el suicidio. –Una persona que se va a suicidar no se pone botas y parka.

No llama al colegio diciendo que va ir a buscar unos frenillos en media hora más. Viviana era muy positiva. Hasta al asunto más negro le veía el lado positivo. Después de dos pérdidas, le había costado tanto tener sus hijas que al menos se habría despedido de ellas.

¿Su matrimonio iba mal?

Él no la quería. Él la engañó muchas veces. La hacía sufrir. En todos sus partos estuvo sola. Cuando nació Susan, Viviana llegó a la casa con la guagua y recién ahí apareció Jaime. En vez de explicarle por qué no fue a la clínica le dijo: "Me enamoré de otra mujer. Por fin siento plenitud. Me voy para vivir este amor…". Eso no se le hace a una persona que no quieres –dice Margarita– ¡Se le hace a una persona que odias!

Cuatro meses después, Viviana recibió de regreso a su marido, que volvía con la cola entre las piernas. "Lo hago por conservar la familia", le confesó a Margarita. Y porque su madre alguna vez sentenció en la casa de Río Frío, donde nacieron todos los Haeger, que nunca una hija suya entraría separada por la puerta. Luego de reconciliarse, al mes siguiente Jaime Anguita volvió a ser el mismo, según Margarita. Si Viviana cocinaba, la comida le caía mal. Si veía tele, le molestaba el ruido. "Era la loca, la alharaca", dice.

Dos semanas antes de desaparecer, jugaron un juego de salón en el living de la casa de Parque Stocker: Jaime, Viviana y Delia Masse. A Viviana le tocó la carta Pida un don. Pidió sabiduría.

–Jaime Anguita se rió y le dijo burlándose: "¡Para qué quieres sabiduría, sino no tienes inteligencia!"– dice su madre.

–Aún así se la jugaba– dice Margarita. Dos meses antes se compró el libro Lecciones de seducción, de Pilar Sordo. Preparó una cena con velas se vistió linda. Llegó Jaime y ¿qué dijo? "Bah, se cortó la luz". Y se fue al dormitorio a ver televisión.

–¿Viviana le tenía miedo?

–No. No tanto. Aunque la humillaba y trataba mal, nunca la agredió físicamente. Ella le habría hecho frente si eso hubiera pasado.

¿Quién pudo amenazar a Viviana hasta hacerla entrar en el casi impenetrable escondite? La pistola familiar tenía polvo. En las paredes no hay signos de arañazos ni pelea. Sólo el horror, pienso, mientras recuerdo la historia de las culebras que me contó Margarita. Una vez, en una feria para niños a la que llevó a sus hijas, Viviana retrocedió como un resorte al ver una iguana. No pudo seguir avanzando. Se puso mal. Les tenía fobia. No tomaba remedios. Odiaba las pastillas, prefería la medicina natural. No bebía. Pero hay formas muy puertovarinas de envenenar gente.

Hace dos años, el empresario Ronald Mödinger mató a su ex mujer, Silvia Oroz, remojando una bolsita de té en un veneno para matar osos que trajo de Canadá. Al principio se creyó en una rara muerte natural. El marido lloró en el funeral. Pero la familia presionó. Un mes después detectaron carbofurano en su sangre. Mödinguer cumple cadena perpetua. Le comento estas conjeturas al abogado Jorge Vásquez, quien presentó la denuncia por presunta desgracia en nombre del marido y hoy actúa como vocero de Anguita. Es el único que lo ha acompañado en los largos interrogatorios. Responde enojado: –¡Qué mente enferma diría algo así! ¡Sólo un desquiciado puede suponerlo! Son sólo especulaciones, conjeturas… Él ha cooperado… no es un monstruo…

Tres días después de esta conversación sepultaron a Viviana. De un lado del ataúd iba Ricardo, el hermanomayor de los Haeger. "Lucharé por demostrar que ella no se suicidó", dice, sin acusar a nadie. Del otro, Jaime Anguita, quien alega inocencia. No hay ninguna prueba en su contra. Al centro, el cadáver de Viviana en la urna, separando a ambas familias como un muro de Berlín. El certificado de defunción dice: Causa de muerte,

indeterminada. Aunque en los exámenes toxicológicos –que pueden tardar meses, algunos no se realizan en Chile– se encuentren trazas de alguna sustancia en la sangre de Viviana, la policía o la justicia deberán conectarlas con una persona, el homicida. ¿Pero quién? Y luego, salir a buscarlo. Puede pasar mucho tiempo. O no ocurrir jamás.

El rostro de Viviana Haeger en los carteles comenzará a decolorarse y caerse a pedazos. A deformarse y parecer monstruoso. Por la lluvia, sobre todo.

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