Cuento ganador de Concurso Cuentos Paula 2012




Paula 1111. Sábado 22 de diciembre de 2012

Autor: Marcelo Maturana

"Las estaciones de la noche"

No más el sonido de su voz, no más el ruido áspero de sus ropas frotándose o sus manos refregadas una contra la otra, no más la pesadez de su perfume o su aliento, no más su figura atareada y mañosa, no más su presencia de ave cotidiana que huele a alimentos recocidos y que día tras día refuerza una pátina oleosa en los objetos que toca. Tras el portazo no queda sino la ira desnuda y enfrentada a lo grisáceo del pasillo y la escalera durante un atardecer cualquiera en la superficie del mundo; allá afuera, en la calle, los ruidos son neutros y los colores, los apagados colores de la ciudad depositada una vez más en los habituales preámbulos de la noche, no ofrecen estímulos a los restos de la irritación.

Mi maestría para eludir a los transeúntes es absoluta y elástica: ni una sola vez me ha tocado el borde de un abrigo o un codo impaciente. Paralelos o perpendiculares a mí se mueven las ventanillas, los parachoques, las ruedas. Algunos bocinazos, gritos perdiéndose en el acto de viajar de una acera a otra, zapatos color café o negros o a veces amarillentos pasan de vez en cuando cerca de los míos. He dejado atrás el edificio donde habito; no recuerdo el lapso enorme entre la puerta de mi departamento y el portón metálico que da a la vereda, pero no me importa. Ni siquiera me entrego al ejercicio de imaginar los movimientos o los gestos con que ella evidenciará mi ausencia: leves contracciones de hombros y cuello que denotan una cólera satisfecha, atenuada, movimientos maquinales de los dedos al tejer o coser o manipular las ollas, las cucharas, todo eso y su rumor se desvanece dentro de mí con una innombrable alegría.

El crepúsculo envuelve la ciudad como una lenta rueda violácea salpicada por desconcertantes destellos en una de sus orillas. Yo camino por las calles que se suceden sin término y lo hago sin esfuerzo, dejando que la primera delgada tinta de las horas oscuras se filtre en mis manos, en mi camisa, en la fisura pausada, intermitente de mis parpadeos; doblo una esquina, me detengo a observar por un largo momento una vitrina y en ella veo un rostro que al instante se esfuma con una disgustada mueca. Las paredes determinan casi siempre estos virajes, estos bruscos o sutiles cambios de posición, giros que hace un rato habrían significado otro ángulo en la recepción del sol poniente, pero que ahora se miden a lo más contra el pálido reflejo de un farol. Y el aire ha pasado de un celeste opaco al púrpura con atisbos de rojo y más tarde a un gris cercano al negro. Qué rápidamente ha llegado la noche. Intuyo que mis pasos se cruzan todavía con algún peatón o un camión o bicicleta, pero desde hace un rato tengo la sensación de deslizarme por un túnel. Ahí ha pasado una mujer junto a ese árbol. Las murallas, los faroles, los postes de la luz o las verjas pintadas de verde siguen configurando recintos urbanos, claras delimitaciones para la ejecución de los pasos.

Un pájaro de pronto significa la melancólica prolongación de un muro, una protuberancia también inmóvil. Es raro que no piense con renovada persistencia en los ecos agridulces de la discusión, los gestos ni siquiera rotundos, los crípticos significados emotivos; la evoco ahora sin asombro, culpa o resentimiento, con un desconcertado desapego. Me doy cuenta de que la temperatura no parece haber disminuido con el advenimiento de la noche. Calculo que son las nueve y cuarto. Al hacerlo, ha quedado al descubierto una porción de mi muñeca izquierda, y me ha parecido muy pálida. La correa del reloj me aprieta y se engancha en los vellos. La aflojo un poco, tuerzo el cuello, hago un cálculo inconsciente y cambio de rumbo casi sin darme cuenta, sin elegirlo mediante la reflexión. Mis piernas funcionan: se mueven con regularidad, una tras otra, con una alternancia pendular. Sonrío; es cómico pensar que las piernas actúan por voluntad propia. Meto una mano en el bolsillo del pantalón. Una pared con un cartel roto en el ángulo superior izquierdo, una hendidura en el piso, una baldosa resquebrajada. Piso otra baldosa, camino a pasos regulares por la vereda de una calle desierta. Son pocos los rumores que se oyen a esta hora en esta parte de la ciudad; está bastante oscuro y, sin embargo, cada cierto número de metros hay un farol encendido.

Arriba, un cielo sin nubes y sin luna. Eco de mis pasos. La vereda, la calle, los postes, algunos árboles, a ratos un perro, tenues reflejos y rumores, una solitaria risa desde una ventana, ladrillos de los muros raídos, una esquina, una acequia que fluye hacia los suburbios todavía invisibles o distantes, un lejano ruido de motor, la noche, la estación. Escalones, pasos, apoyarme en el muro, ampolletas, claridad de luz artificial, escozor muy leve en la mejilla derecha, inclinación de cintura, respiración, pasos, palabras cuyo resultado es la adquisición de un pasaje de ida en tren a R. en segunda clase, boleto entre los dedos, boleto dentro del bolsillo izquierdo de la chaqueta, vuelto que tintinea dentro del bolsillo derecho del pantalón, mirada recorriendo salas vacías y muy claras por la iluminación de poderosas ampolletas.

Deambulo largo rato por la enorme sala vacía, consulto el reloj adosado a una pared: diez y cinco. Ningún zumbido, ningún murmullo. Una mosca cruza volando frente a mí y me sobresalta, y se pierde en la cegadora blancura del aire. El boleto indica como hora de partida hacia R. las diez y treinta. Recorro el lugar sin ilusiones; me entretengo un rato mirando afiches alusivos a lugares adonde llegan los trenes que parten de esta estación: B. con sus avenidas arboladas, T. y sus jardines floridos, M. con sus playas soleadas, F. y sus concurridos mercados. En mi reloj las manecillas indican las diez veinticuatro minutos.

Con un inesperado nerviosismo busco la entrada al andén que me corresponde. En el recorrido que esto implica alcanzo a ver a un borracho tendido en un banco, durmiendo, cubierto de diarios. Sus zapatos son extraordinariamente parecidos a los míos. El hombre está inmóvil, las hojas de diario están inmóviles, cuelga un brazo hasta casi tocar el suelo. Siento el impulso de acercarme y mirarlo de cerca, tal vez levantar las hojas que lo cubren, tal vez despertarlo, tal vez hablarle. Pero veo ya cómo el tren que debo abordar se halla detenido en la línea correspondiente y anuncia su próxima partida con una sirena de sonido triste. Vacilo un instante; veo entonces a alguien que me hace señas desde la puerta de uno de los carros: es el conductor que me insta a apresurarme. Olvido al hombre inerte tendido en el banco, olvido su aterradora quietud. Corro hacia el carro del tren, de un salto lo abordo y entro en él buscando un asiento. El conductor ya no se encuentra en este carro. Observo a los pocos pasajeros que hay cerca de mí: un hombre viejo de cabello gris, alto y delgado, que parece dormitar; una mujer joven, razonablemente hermosa si se la observa dos veces, con una blusa rosada, mirando hacia afuera por la ventanilla cerrada; otra mujer, de unos treinta años, acompañada de un niño de pecho a quien acuna en sus brazos; un hombre joven de bigotes oscuros y lentes que lee una revista; un hombre... Me siento en la butaca más próxima y cierro los ojos por un momento; pienso que más tarde trataré de conversar con la muchacha bonita; me pregunto cómo sabía el conductor que yo debía tomar este tren y no otro. Noto que el tren se pone en marcha y decido mantener los ojos cerrados por un rato. Pasan lo que calculo son diez minutos.

Abro los ojos y pego la cara a la ventanilla para echar un vistazo, por fin, a los suburbios en rápida fuga; la noche es muy oscura, no logro distinguir nada. Hago un esfuerzo, pero es inútil; es oscura, negra, espesa la noche afuera. Me parece raro que no se vea nada. Vuelvo entonces la mirada hacia mis compañeros de viaje. Nadie descendió del tren en la estación y yo fui el único en abordarlo. Miro hacia afuera con la nariz aplastada contra el vidrio: transcurre afuera una noche densa, impenetrable, que gotea su incalculable cantidad a lo largo de los segundos que dilucidan la forma de cada gota... Despierto de golpe: me he quedado dormido por un momento y he soñado algo relativo a la noche, a su persistencia tenaz, a su insondable materia. Echo una ojeada al carro; casi todos duermen o cabecean; miro hacia afuera: no se ve nada, está demasiado oscuro. Me siento cansado y sediento, me duelen los ojos al estrellarlos contra la oscuridad de afuera.

Aquí dentro la luz es muy fuerte, no han apagado las ampolletas. Recuerdo por un instante al hombre tapado por los diarios; parecía un borracho, pero ahora no estoy tan seguro. Miro hacia afuera a través del vidrio de la ventanilla pero no se ve nada, está demasiado oscuro. Es la noche negra, esa tinta muy oscura que lo tiñe y lo alcanza todo. Rueda la noche de afuera como la circunferencia de la tierra, es demasiado densa, ni un solo hilo de luna rezagado como trizadura, ni un solo eco del día terminado, ni una sombra perceptible contra un fondo acaso algo más claro. Nada. Sólo la noche sucede a la noche; noche negra rodando sobre sí misma... Me despierto con inquietud; he soñado nuevamente que es de noche... Miro hacia afuera, pero no logro distinguir nada. Observo mi reloj; marca veintisiete minutos para la una de la mañana. ¡Dos horas! Han transcurrido dos horas. Miro a mi alrededor. La mujer que viaja con el niño lo está amamantando. Los demás duermen. A la joven bonita dormir con la boca abierta no le sienta bien. De la boca del niño que mama se escurre un delgado hilo de leche que va a perderse en el suelo.

Advierto que ella se ha quedado dormida con el pezón en la boca de su hijo. No hay ruido alguno, a excepción del que produce el acompasado vaivén del tren en movimiento. Giro la cabeza hacia atrás; el hombre de lentes lee la primera página de su revista. Miro otra vez hacia adelante y me encuentro con la nuca gris del viejo que está en la butaca inmediatamente anterior a la mía. Moviendo mis ojos hacia la izquierda veo el hilo de leche que cae, como un elástico lento y blanco: la gota de su extremo se acerca al suelo, ya casi lo toca, va a impregnarse de polvo, pero súbitamente retrocede, rebotando tal vez; la longitud del hilo es ahora mínima, apenas está comenzando a alejarse de la comisura pálida, toca el suelo renovando la mancha plomiza. Observo ahora la puerta del baño; se entreabre y veo entrar al hombre viejo de pelo canoso.

No lo he visto levantarse de su asiento. Detrás de la ventana la oscuridad es total: ni el perfil apenas perceptible de un cerro ni una única estrella en ese cielo de aceite opaco. Me siento cansado, me duelen los músculos del cuello; son las cuatro y diecisiete. La nuca gris que tengo delante se levanta y el hombre viejo se dirige al baño, cuya puerta abre con una mano. Me levanto con cierto malestar en el vientre. Me parece que mi reloj se ha adelantado. Miro hacia afuera: la noche oscurísima, uniforme, negra. Me levanto con cierto malestar en el vientre. Una mano del viejo se adelanta a coger la manilla de la puerta del baño para abrirla. La madre desabrocha su escote para amamantar a su hijo: es muy bello su pecho redondeado, muy bellos sus dedos que acomodan el pezón en la boca del niño. Estoy de pie, indeciso; frente a mí dormita el hombre delgado y anciano de cabellos grises. Es de noche. La noche fluye con febril lucidez. Se abre la puerta del baño para dar paso a un hombre entrado en años que luego la cierra. El color de su cabeza es semejante al pequeño charco de leche que se ha formado en el piso. Madre e hijo duermen durante este viaje a través de la noche. La madre acomoda la cabeza de su hijo satisfecho, me mira y sonríe; yo sonrío, me acerco, en el trayecto consulto mi reloj: las nueve catorce. ¿Tan tarde? Pienso rápidamente que el reloj se ha detenido durante mi paseo, antes de llegar a la estación.

Me inclino levemente y pregunto: "Señora, disculpe, ¿qué hora tie...". El niño me mira con ojos muy abiertos, sin pestañas, mientras su madre duerme con el pecho izquierdo todavía descubierto. Oigo cómo se abre la puerta del baño y alcanzo a vislumbrar sin asombro la silueta del viejo entrando. La ventana me ha mostrado una tersa negrura, me levanto con cierto malestar en el vientre, el hombre sentado cuya nuca distingo se levanta y se dirige al baño, cae demoradamente un hilo de leche blanca hasta la madera parda, me levanto con cierto malestar en el vientre. Es de noche. Miro el pecho y la mano de la madre: son muy hermosos. Me inquieta la idea del tiempo transcurrido. "...ra tiene usted? Parece que mi reloj se ha parado." Me sonríe con indulgencia, esboza una señal con las cejas, acomoda la cabeza de su hijo para darle de mamar, oigo el ruido de la puerta del baño cerrándose tras un zapato negro de un hombre canoso, son las diez y media de la mañana, es de noche, hace rato ya que deberíamos haber llegado a R., cae un hilo de blanca leche, muevo mis mandíbulas articulando estas palabras: "...ñora, qué hora tiene usted? Par...". Miro la noche de afuera, sé que cae la leche, sé que el viejo está orinando, me levanto con cierto malestar en el vientre, sé que es de noche. Entro al carro buscando un asiento. Son bellos los dedos de esa mujer, son redondos los ojos de ese niño, es gris el pelo de ese hombre. Cierro mis ojos, trato de dormir, lo consigo; transcurren varias horas. Rueda la noche. Despierto; son las dos y veinte de la tarde; afuera está oscuro: es de noche.

Me asusto, estoy inquieto. Siento un malestar en el vientre, quiero ir al baño, quiero vomitar. El viejo entra en el baño cerrando la puerta. Me levanto con cierto malestar en el vientre y me acerco a la mujer que amamanta a su hijo para preguntarle la hora; en mi opinión, son alrededor de las dos y media de la tarde del día siguiente. Afuera es de noche. Madre e hijo duermen. El hijo llora. La madre desabotona su blusa para darle de mamar. El hombre viejo se levanta. "...tiene usted? Pa...". "Señora, disculpe, ¿qué...". El niño se ha dormido, de su comisura izquierda cae un hilo de leche que nunca llega al suelo, la madre me sonríe amablemente, casi con una endulzada complicidad: "¿También usted?", me dice; hilo de leche, sonrisa de mujer, puerta del baño, orina de anciano. Me ha dicho la mujer que en todas las ciudades existe una estación, que hay trenes que corren perpendiculares al tiempo, que el ancho de la noche no tiene límites. Que el tiempo. Hilo de leche, nuca grisácea, afuera es de noc!

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