Crecer con un padre musulmán

Nadia es una mujer chilena, pero que creció en una familia intercultural. Su papá, un hombre egipcio, le exigía que fuera una niña musulmana en un mundo occidental. El resultado fue desastroso, mientras él, siendo tremendamente violento, se excusaba en la religión. “Me enseñaba a tenerle miedo a los hombres y también me decía que yo debía cuidar a mis hermanas. Lo paradójico es que yo las cuidaba de él”, recuerda.




El primer recuerdo que tiene Nadia (34) sobre su padre es que ella lo abrazaba por las canillas y lo miraba para arriba, le decía que era gigante y ella se sentía diminuta. Esta figura de proporciones inmensas, era casi una metáfora sobre el control que -hasta no hace tanto- ejercía este hombre sobre ella. Un maltrato que la protagonista de esta historia, su mamá, su abuela y sus hermanas recibieron de su parte y que él justificaba a partir de sus creencia: todo estaba escrito en el corán.

Hoy, la única cosa buena que Nadia tiene para rescatar del íslam es que a diferencia de las religiones occidentales, esta propone una relación directa entre el ser humano y dios. Eso le parece lindo. El resto de lo que Nadia tiene por decir no es bueno. ¿Podría su relato alimentar la islamofobia? “Hoy pasa algo con el progresismo excesivo donde todo se tiene que respetar, pero yo me pregunto si también tenemos que avalar una cultura que, apoyada por sus creencias, maltrata a sus mujeres. Yo lo viví en carne propia y si no fuera porque crecí en occidente, estaría casada con un hombre que yo no hubiera elegido y no estaría trabajando. No podemos avanzar en garantizar los derechos de todos y todas si no llamamos las cosas por su nombre. No es una fobia, sino que no se puede justificar el abuso”, reflexiona.

Hoy pasa algo con el progresismo excesivo donde todo se tiene que respetar, pero yo me pregunto si también tenemos que avalar una cultura que, apoyada por sus creencias, maltrata a sus mujeres.

Su papá nació en El Cairo, en una familia que se dedicaba al cultivo de mangos, el ganado y la crianza de patos. Su sueño era ser historiador, incluso fue a la universidad, pero ante las pruebas y exámenes él terminaba con crisis de angustia y se congelaba. No pudo seguir estudiando. En lugar de recibir ayuda, su papá lo envió a Canadá a la casa de unos tíos, para que aprendiera lo que era la vida dura. Allá, desterrado de su hogar, trabajó como panadero pero no se devolvió a Egipto, sino que el destino lo premió, según él, cuando en clases de inglés conoció a una chilena. Tras un año de relación decidieron casarse.

El hombre le pidió a la mamá de Nadia que le prometiera algo eso sí: todos los niños que nacieran de este matrimonio serían musulmanes. La mujer dijo que sí sin tomarle peso a la promesa.

La abuela de Nadia nunca va a olvidar cuando en el primer cumpleaños de su nieta, Mohamed, uno de sus tíos, quiso comprometerla con su primo, otro niño con el que ella se llevaba bien. “La voluntad de una mujer puede ser controlada por el hombre desde que nace. Mi casa no fue un lugar cómodo, yo pasaba mucho tiempo encerrada en la pieza, triste. Siempre hay una amenaza con irse al infierno. Tú creces con miedo a equivocarte, porque sabes que tras el error, el pecado, hay un castigo. Siempre hay un castigo”, dice. Por falta de redes de apoyo, cuando Nadia tenía cuatro años, la familia entera se vino a Chile.

Su papá era dulce y amoroso con ella, pero la niña empezó a crecer y vio cosas que la angustiaban: gritos y violencia de él hacia su mamá y su abuela.

“Él la golpeaba. Incluso golpeó a mi abuela, quien nos ayudaba mucho, fue la mujer que me crió mientras mi mamá trabajaba. Él no se arrepentía. Empezó a tomar, se hizo alcohólico, y cuando se pasaba de copas, lo compensaba rezando. Lo hacía de tres a cinco veces al día. Yo no podía comer cerdo, se me dijo desde pequeña que los hombres eran malos, que no podía juntarme con ninguno, pero también se me dijo que me iban a encontrar a un buen marido. Eso me aterraba. La violencia no es cultural en este caso, es religiosa, porque desde el libro sagrado se aprueba que nos golpeen. Yo a los dieciséis años le rogaba a mi madre que se divorciara. Tuve pensamientos suicidas desde muy chica”, cuenta Nadia.

La niña, quien se estaba convirtiendo en mujer, sentía una contradicción gigante: por un lado, veía a este padre tierno, versus su mamá, trabajólica y algo fría. Pero también este gigante era un monstruo capaz de gritar, veía el pecado en todas partes, les recriminaba vivir en este país y sentía vergüenza por su familia. Se los decía así.

“Eso de que te ofrecen camellos no es broma”

“Mi primer viaje a Egipto me hizo sentir bendecida. Yo agradezco que nos hayamos venido a vivir a Chile. Lo primero que me sorprendió como niña fue ver a las mujeres tapadas. Eran las vacaciones de invierno allá y un grupo de niñas en el museo me vio sin hiyab y se tomaron fotos conmigo, me sentía una celebridad. Para ellas ver a otra mujer de su edad con el pelo destapado era alucinante. Los hombres se acercaban en la calle a mi papá interesados en mí, para preguntarle si estaba comprometida. Eso de que te ofrecen camellos no es broma. Yo me di cuenta de que si hubiéramos vivido ahí no habría podido haber ido a la universidad, estaría casada. La mujer camina detrás del hombre y te callan ‘¡Shhhh!’ si tú hablas. Eso pasa frente a los ojos de todos. Recuerdo que estábamos comprando un souvenir y por opinar y decir cuál me gustaba más a mí, el vendedor le pidió a mi papá que me enseñara a respetar”, recuerda.

Cuando Nadia iba a la enseñanza media su colegio quedaba al frente de su casa. Desde el balcón el hombre juzgaba a las niñas que se quedaban afuera maquillándose, fumando o pinchando con algún joven. Y, por supuesto, vigilaba que Nadia cruzara. Cuando ella habla sobre él hoy, a pesar de que dejaron de verse por años, todavía teme. Se pone incómoda y después siente rabia.

Recién cuando ella tuvo veintidós, cuando era una estudiante universitaria, se cansó de ver a su mamá golpeada, de acompañarla a constatar lesiones, de verla volver una y otra vez a esa casa del horror. “Yo crecí triste. Dormía con un fierro en la pieza y tenía pesadillas sobre matarlo. Muchas. Para una niña eso es muy difícil porque te pasa eso de que lo quieres, lo ves ser dulce, pero al mismo tiempo es un ogro maltratador. Es confuso crecer con una figura así. Pero yo lo rechazaba y me hizo rechazar todo lo que venía con él: eso también involucraba al islam”, dice. Nadia se paró frente a su mamá y le dijo que si no se divorciaba, ella se iba a ir de la casa para siempre. Le pidió que por favor lo considerara. No lloró, no le tiritó un ojo. Se lo dijo completamente segura, y previamente, ella ya había concertado una cita con una abogada especialista en temas familiares. Salieron de su casa directo a ver a la profesional.

“A él le complicaba su honra. Temía volver a Egipto y contar que lo habían dejado. No sentía arrepentimiento por haber golpeado a mi mamá, a mi abuela, por habernos hecho crecer a mí y a mis hermanas en este ambiente en el que sobrevivimos con el miedo. Él siempre me repitió que yo, como la mayor, tenía que cuidar a mis tres hermanas. Lo paradójico es que yo las cuidaba de él”, recuerda.

“No hay excusas para el abuso”

A pesar de que hoy vive sola y que tiene poca comunicación con su papá, en su mesa está el corán en español. Hay una parte marcada, porque a veces lo lee. En el verano intentó leerlo de corrido, incluso. A un lado del libro sagrado está “Sin velo: cómo el progresismo legitima al Islam radical”, un texto de Yasmine Mohammed. “No hay excusas para el abuso”, dice la contratapa.

“El feminismo en Egipto hoy se para desde un lugar en el que quiere sacar a la mujer de la casa, que pueda independizarse, y que lo haga a través del trabajo. Son muy pocas las mujeres que trabajan. En el banco, de diez ejecutivos, uno es mujer. Y para qué hablar de la brecha salarial o de que ella pueda opinar en sus equipos laborales”, cuenta Nadia. Según un informe de Amnistía Internacional, el 99% de las mujeres encuestadas allí dijeron que habían sufrido acoso sexual y el 47%, alguna forma de violencia en el ámbito familiar. Si van a divorciarse, el hombre no necesita ninguna justificación, pero la mujer debe renunciar a sus derechos económicos. Y los servicios para las supervivientes de la violencia sexual y de género son casi inexistentes. “El bienestar físico y mental de ellas no es un interés ni de los fiscales, ni de las fuerzas de seguridad”, dice Nadia.

Hace un par de días su padre volvió a Chile después de casi una década afuera y planea quedarse una temporada aquí. Nadia tuvo que ocultarle a su pareja y le mintió, porque él no estaría de acuerdo con que su hija, no casada, tenga un pololo. Hace unos días ella hablaba con su terapeuta sobre la rabia que siente hacia este hombre, que a pesar de todo, también quiere. “Yo leo el relato de otras mujeres que dejaron el islam, o que crecieron en occidente, y son todos testimonios muy parecidos: hablan sobre estos hombres avasalladores, abusivos, irrespetuosos. Mujeres que crecieron con esa herida, siempre con miedo a pecar, viviendo con miedo a su padre. No es justo”.

Comenta

Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.