Los que quedaron en pie

De un pueblo entero que se desmoronó con la erupción del volcán Chaitén se salvó lo más frágil: un hogar de 16 niñas con un historial de maltrato y negligencia a cargo de un sociólogo de 27 años que llevaba cuatro meses en el cargo cuando la tierra tembló. En Llanquihue, donde instalaron su nueva residencia al alero del Sename, reconstruyen su futuro.




Claudio Andrade llegó a Chaitén en avioneta. Ese día, a fines de febrero de 2008, el paisaje brillaba. El sociólogo de 27 años asumiría el cargo de director de la Residencia Femenina de Chaitén (dependiente del Sename), donde vivían 16 niñas de entre 9 y 17 años, todas de la provincia de Palena, que habían sido separadas temporalmente de sus familias por maltrato y negligencia.

Andrade venía de Temuco, donde los empleos inestables y el término de un pololeo de nueve años lo tenían en medio de una crisis existencial. Y aunque temía que el trabajo con las niñas de un hogar fuese demasiado complejo (no tenía hermanas, sobrinas ni primas chicas), aceptó el desafío. "Era una forma de demostrarme a mí mismo que me la podía. Cuando me ofrecieron el cargo pensé en Chaitén como en una oportunidad de purificación", dice.

Desde la calle escuchó las risas de las niñas que jugaban en el patio de la residencia y al avanzar por los pasillos de la casona, encontró a las cuatro educadoras autodidactas que cuidaban a las chicas compartiendo el mate alrededor de una cocina a leña. Sintió un ambiente familiar que lo reconfortó.

Pero, al principio, las veinte mujeres que habitaban la residencia lo miraban con desconfianza. El nuevo director pasaba más tiempo encerrado en su oficina que compartiendo con ellas. Tenía que comprar los uniformes, pagarles a los proveedores, reunirse con cuanta organización existía en Chaitén y diseñar el nuevo proyecto que tenía en mente para el hogar. Aun así, se daba el tiempo para ayudar a las niñas en sus tareas escolares. "Pero era el único hombre que trabajaba allí y eso podía ser delicado. Me obligaba a mantener cierta distancia", dice Claudio.

El remezón

La noche del jueves primero de mayo sólo había seis niñas en la residencia: Carolina (17), Bárbara (14), Danae (13), Rosa (15), Isabel (16) y Paola (14). Era un fin de semana largo, y el resto de las internadas pasaría cuatro días con sus padres, como parte de un programa de acercamiento familiar que busca reconstruir los lazos entre las niñas y sus familias. A las nueve de la noche las chicas estaban acostadas y las educadoras tomaban mate.

Claudio cenaba en el hospedaje de Don Carlos, donde vivía, cuando comenzaron los temblores. Suaves sacudidas que no asustarían a nadie, excepto porque se repetían una tras otra sin cesar. Tembló toda la noche y el día siguiente. Las niñas de la residencia gritaban cada vez que la casa crujía y las tías sorteaban chocolates entre las más valientes, para animarlas. Los medios sólo decían que se trataba de un enjambre sísmico, sin mayores explicaciones. "Con un amigo caminábamos por la playa y el pueblo tratando de adivinar qué sucedía, porque teníamos que elegir hacia dónde correr en caso de emergencia. Si venía un maremoto, correríamos con las niñas hacia los cerros y, si venía un derrumbe, hacia el mar. En eso sentimos un temblor que tronó como una bomba y empecé a sentir miedo de verdad, como nunca antes en mi vida. Todo parecía tan irreal", dice Claudio.

Al caer la noche, Claudio se vistió como para la guerra. "Estaba preparado para cualquier cosa", recuerda. Esa noche dormiría en la residencia. Le pasó una linterna y una ración de chocolate a cada una de las niñas, que reían nerviosas. Les pidió que hicieran sus mochilas y, a las educadoras, que juntaran agua, dejaran las puertas sin llave y apagaran todas las estufas.

A las seis de la mañana del sábado 3 de mayo un estruendo aterrador hizo saltar a todo Chaitén de la cama. Claudio se quedó acostado mirando el techo, paralizado, con la mente en blanco. A los pocos minutos, don Carlos, el dueño del hospedaje, pálido y sudado, entró corriendo a la residencia:

–Queda un cupo en el furgón. Nos vamos a Futaleufú. ¿Te vas con nosotros? –le preguntó a Claudio, que había dormido vestido.

–No, no me puedo ir sin las niñas– respondió el director de la residencia sin dudarlo.

De vez en cuando alguna de las chicas baja a la oficina de Claudio y da vueltas a su alrededor. "¿Qué pasa?", pregunta Andrade, aunque conoce la respuesta. "Es que le trajimos un regalo", le dicen y salen corriendo. En el escritorio del director hay una lapicera de madera y una caja para sus apuntes. También muchas flores de goma que las niñas han hecho para él.

Al salir a la calle vio que caía una espesa capa de ceniza volcánica, que apenas dejaba ver y respirar. Los chaiteninos metían a los parientes, los animales y los televisores al auto y partían a Futaleufú. El resto corría desconcertado por las calles. Claudio les dijo a las niñas y a las educadoras que lo esperaran listas para evacuar el pueblo. La última avioneta había salido de madrugada y en Chaitén ya no se podía despegar ni aterrizar. Y para subir a la barcaza anclada en el muelle fiscal, primero había que conseguir un cupo. Los chaiteninos hacían una larga fila para anotar su nombre en una lista y tener derecho a subir al transbordador. Claudio se acercó a uno de los encargados para explicarle que en la residencia femenina había doce niñas y que necesitaba que las dejaran subir primero. "No es así la cuestión", le respondió el hombre a cargo, "haga la cola y anótese".  "Sentí pánico, indignación. ¿Dónde había quedado la consigna de mujeres y niños primero?", recuerda Claudio. No le quedó más que anotar a las chicas en la lista.

Volvió a la casa. Mientras las seis niñas que estaban en la residencia partían al embarcadero junto a un funcionario municipal para subirse al barco, Claudio salió a buscar a las otras que estaban repartidas por el pueblo, en las casas de sus padres. Después de una hora y media, Claudio, junto a las seis niñas que faltaban, subieron a una barcaza de la Armada que los llevaría hasta Puerto Montt. Una vez a bordo, las niñas cayeron rendidas en sus camarotes.

"Estaba oscureciendo. Desde el mar vi las llamas y los rayos del volcán. Era el espectáculo que no se veía desde Chaitén, porque los cerros y la ceniza lo tapaban. Recién entonces sopesé la catástrofe", dice Claudio.

En la metrópoli

Al llegar a Puerto Montt, donde se instalaron en una cabaña que la Fundación Mi Casa les cedió durante la emergencia, el director de la residencia habló con las niñas y las educadoras: "No pierdan la esperanza. Tenemos que seguir adelante. Intentemos ver el lado positivo de las cosas", le dijo a una audiencia ensimismada que lo miraba fijamente, pero que estaba lejos de allí, 250 kilómetros más al sur, junto a casas que empezaban a enterrarse en las cenizas.

En julio, Claudio tuvo permiso para viajar a Chaitén. "Hagan una lista con las cosas que quieren rescatar", les dijo Andrade a las niñas. "Me voy pasado mañana, pero es posible que no encuentre nada. No se olviden de eso", les advirtió.

Al día siguiente, la tía Sonia reunió a las niñas. Saldrían por primera vez a recorrer la ciudad. "Puerto Montt no es como Chaitén", les advirtió. "Aquí la gente no se conoce. Tienen que andar atentas, nunca separarse del grupo y tener mucho cuidado con los autos y los ladrones".

En la calle, Bárbara e Isabel ocultaban sus ojos tras lentes oscuros. Danae no cabía en sí de tanto asombro. Carolina escudriñaba los rostros esperando que algún conocido se cruzara por la vereda. Y Rosa miraba de reojo, casi con desprecio, maldiciendo al volcán y a la residencia, que tan lejos la habían llevado de su familia, que se había quedado en Palena.

Durante la comida, Claudio las interrogó como lo haría cada tarde durante los próximos meses: "¿Les gustó Puerto Montt? ¿Qué lugares conocieron hoy?". Pero las imágenes de la televisión interrumpieron la cena y todas las cabezas giraron al mismo tiempo cuando el conductor del noticiero anunció el drama del volcán. Las tías soltaron  lagrimones y contagiaron a las pupilas. La conversación se convirtió en una mar de hipos y sollozos. En los días posteriores la televisión mostró el desborde del río, las casas destruidas y los rostros de los desplazados, cada vez más afligidos. Y los ánimos en la residencia fueron decayendo hasta terminar con licencia por depresión, tres de las cuatro educadoras que habían contenido a las niñas por años .

"La única idea que tenía en la cabeza era mantener la residencia y proteger a las niñas. Mantenerlas juntas a toda costa", dice Claudio. Pero la debacle había alterado el orden de las cosas y las familias reclamaban la custodia de sus hijas.

"Sus padres creían que lo mejor era que volvieran a vivir con ellos, como si el volcán hubiera borrado las razones por las cuales las niñas estaban internas. Me opuse, porque el proceso de reparación no había terminado y porque sabía que ellas iban a estar mejor con nosotros. Tuve que conversar largamente con los padres para que confiaran en mí", dice Claudio.

No somos pobres

Un día de mayo la cabaña que albergaba a las niñas de Chaitén empezó a llenarse de cajas y visitas: ropa donada por colegios de Santiago y señoras de taco alto que llegaban con sus regalos a saludar a las damnificadas. Personas de todo el país les preguntaban a las niñas una y otra vez cómo habían arrancado del volcán y cuánta pena tenían por el pueblo perdido.

Una tarde, después de dos semanas de batahola solidaria, Alejandra explotó. Mientras descargaban las últimas cajas que habían llegado, la chica gritó a los cuatro vientos: "¡Hasta cuándo nos mandan cosas! ¡No somos pobres!". Y de un portazo se encerró en su pieza. A la rebeldía de Alejandra se sumó la de Carolina, Isabel, Paola, Danae. Cada día había un pequeño escándalo porque no les gustaba la comida o no querían ir al colegio.

Según el Servicio de Salud de Llanquihue, Chiloé y Palena, 70% de los adolescentes desplazados de Chaitén sufre hoy trastornos de adaptación, es decir, falta de motivación por integrarse, agresividad, estrés y angustia, y la principal consecuencia es la deserción escolar. El quiebre cultural y la falta de herramientas de los padres para ayudar a sus hijos a adaptarse a este nuevo contexto son las causas de este fenómeno.

Claudio, que había improvisado su oficina en el comedor de la cabaña, era un blanco frecuente de las pataletas de las niñas. Hasta que decidió sacar la tele de la cabaña y despedir a todas las visitas bienintencionadas. "Había que volver a la normalidad a toda costa", dice. La rebeldía comenzó a retroceder.

"Como Claudio trabajaba en el comedor, las chicas se fueron dando cuenta de todo lo que él hacía por sacar adelante la residencia y empezaron a confiar en él", dice Daniela Lillo, psicóloga que se sumó en esos días al equipo. "Eso las ayudó a sobrellevar la incertidumbre. Se sintieron protegidas por él", agrega.

Regreso a Chaitén

"¿Y usted, qué hace aquí, tío Claudio?", preguntó Carolina al ver al director sirviendo el desayuno una mañana de julio a las siete de la mañana. No era habitual verlo con el delantal de cocina puesto, preparando té con leche y pan con queso caliente para todas las niñas. "Hoy me encargo yo, porque las tías salieron a la municipalidad",  contestó Claudio y repitió la respuesta cinco veces a medida que el resto de las niñas hacía la misma pregunta al entrar al comedor.

En medio del desayuno, mientras las niñas soplaban el té, Claudio tomó aire y les hizo un anuncio: "Chicas, voy a viajar a Chaitén". Las doce tazas se posaron al mismo tiempo sobre los platos. Siguió un silencio tan intenso que el director titubeó. "Ustedes ya saben que el río se llevó el jardín y la bodega que estaban detrás de la residencia ¿cierto?". Las chicas asintieron. "Parece que el río también se llevó una parte de la residencia, pero voy a ir a ver si aún podemos rescatar algo", dijo el director.

"Pero, ¿cómo es eso, tío?", preguntó Bárbara, "¿por dónde pasa ahora el río?". Claudio tenía una foto donde se veían las casas destruidas cercanas a la residencia, las calles cubiertas de barro y ceniza, el liceo en ruinas, pero no quiso mostrársela a las niñas. No sabía cómo podían reaccionar. Quería protegerlas.

"Hagan una lista con las cosas que quieren rescatar", les dijo Andrade. "Me voy pasado mañana, pero es posible que no encuentre nada. No se olviden de eso", les advirtió.

Al día siguiente, las listas estaban sobre su escritorio. Todas pidieron de vuelta sus corbatas del liceo. Bárbara pidió las tres únicas fotos que tenía de su perro "Perro", perdido en la isla Talcán, donde vive su familia. La lista de Isabel era de dos páginas llenas por lado y lado.

Cuando llegó a Chaitén, luego de ocho de horas de navegación a bordo de un buque de la Armada, Claudio encontró la mitad de la vieja casona colgando sobre el socavón del río. Volvió a Puerto Montt con las manos vacías. Las chicas estaban almorzando. Al ver la cara de Claudio, simplemente no hicieron preguntas. "Lo único que quedaba en pie era el comedor", les dijo mientras se sentaba entre Carolina y Isabel, que habían corrido sus puestos para hacerle un lugar en la mesa.

Viaje a la nieve

En julio, durante las vacaciones de invierno, sólo cuatro chicas se quedaron en la residencia: Rosa, Carolina, Bárbara y Danae. No pudieron ir a visitar a sus padres, porque viven muy aislados. En compensación, Claudio las llevó al cine, al teatro, al lago y a la nieve. En el antiguo centro de esquí del volcán Osorno, hoy abandonado, se reían a carcajadas. Usaban todo lo que tenían a mano para deslizarse por una quebrada: bolsas plásticas, las gomas del piso del furgón y hasta sus propias parkas. "¡Tío, córrase, que le vamos a pegar!", gritaban las niñas mientras se deslizaban.

Desde el 27 de junio la residencia tiene una nueva sede oficial: una casona en Llanquihue. El día en que conocieron su nuevo hogar, las niñas se bajaron de la micro, corrieron entre risas, abrieron la puerta de golpe y entraron en tropel. La casa se llenó de gritos de alegría.

"Cuando vienen sus padres a verlas me hincho de orgullo, porque sacan a relucir todas sus habilidades. Están más maduras, más seguras, cariñosas, van a clases acá en Llanquihue, se empeñan en estudiar y algunas, como Carolina, me han dicho que quieren ir a la universidad, cosa que antes no estaba en sus planes", dice Claudio.

"Ahora piensan en el futuro. Convertimos el desastre en una oportunidad y eso, para mí, es el mejor premio".

De vez en cuando alguna de las chicas baja a la oficina de Claudio y da vueltas a su alrededor. "¿Qué pasa, Danae?". "¿Qué pasa, Alejandra?", pregunta Andrade, aunque conoce la respuesta. "Es que le trajimos un regalo", le dicen y salen corriendo. En el escritorio del director hay una lapicera de madera y una caja para sus apuntes. También muchas flores de goma que las niñas han hecho para él.

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