Puro capital humano

La dirigenta poblacional Cecilia Castro no tiene estudios universitarios, pero da charlas a estudiantes de Harvard. Pasó de vivir en un campamento a una casa de líneas contemporáneas. Se sienta a la mesa con pobladores, ministros, rectores, universitarios y curas a debatir sobre cómo desterrar la miseria en el país. Cecilia es el motor de la nueva manera de hacer política social en Chile.




Hija de Dagoberto, dirigente sindical, Cecilia Castro (40 años, casada, tres hijos) lleva en la sangre pasta para mover masas.

De niña fue presidenta de curso y de adolescente buscó trabajo como empleada doméstica. La nana Cecilia pronto se convirtió en asistente de finanzas de sus patrones, quienes no la querían dejar ir por eficiente y positiva. Pero se fue no más. Su tarea era más grande. Se vino de Cabrero a Santiago, siguiendo a su familia que había emigrado del campo, y aquí, en Renca, empezó a hacerse la mujer que hoy es.

–Nunca –ni en mi niñez– me sentí pobre. Nunca tuve lástima de mí, aun cuando vivía en una casa encumbrada en un cerro, rodeada de animales que mis vecinos criaban para comer. Mi mayor tesoro era –y es– mi carácter. No siento vergüenza. Ninguna autoridad me asusta. Millonario que se me cruza, le pido plata. –¿Tienes el teléfono de Farkas por ahí?– pregunta de refilón, riéndose, la presidenta de la Corporación Nacional de Dirigentes de

Campamento "También Somos Chilenos", que agrupa a 1.500 dirigentes todo el país, y que funciona como interlocutora válida de 4.000 familias sin casa ante el Ministerio de Vivienda.

Cecilia no cobra un peso. No tiene sueldo. Su afán es que los pobladores sin casa consigan lo antes posible una vivienda definitiva y digna. Su conocimiento de líder lo divulga en charlas en universidades, en reuniones con estudiantes y en conversaciones con alumnos de Harvard que la van a ver a su propia casa.

Toda la plata que se consigue va a parar directo a la Corporación. Ella sólo pide plata para transportarse. La reembolsa con boletas que pega en un cuaderno de cuentas.

Su capital en la Corporación –que ella misma inventó hace dos años para continuar con su labor de dirigente– es la experiencia acumulada en los ocho años que ejerció como líder del campamento Lo Boza, Renca, juntando papeles, buscando fondos y agilizando los trámites necesarios para conseguir una casa. Una buena casa para todos.

–No queríamos un departamento ni una cajita de fósforos. Si íbamos a tener algo, que fuera bueno. Los pobres tenemos derecho a soñar. Los pobres también podemos andar en taxi, tener un plasma, usar calefón.

Por dentro, el baño de la casa de Cecilia huele a Clorinda. Este baño es el estandarte de su nueva calidad de vida: le habían propuesto uno sin tina, para que saliera más barato. En una reunión, ella se plantó delante de un arquitecto de Elemental, la oficina de arquitectos de la Universidad Católica empeñada en un nuevo concepto de vivienda social.

–A ver, a ver, para un poquito. Mírame. Mírame bien. Imagíname a mí, con este cuerpo hermoso, en una tina con agua caliente y harta espuma, tomándome una copa de vino con mi marido. ¿Ah? ¿Te lo imaginaste? ¿Sí? ¿Entonces por qué yo no puedo tener un tina? ¿Por qué? Así convenció a la oficina de arquitectura de la importancia de la tina para una mujer que se había bañado toda su vida con balde y trapo húmedo.

Casa nueva, vida nueva

Cuatro meses han pasado desde que Cecilia dejó su mediagua del cerro y, junto a otras 170 familias de los cuatro campamentos de Renca, se fue a vivir a unas de las casas blancas de diseño contemporáneo del condominio Antumalal, en la misma comuna, ideadas por Elemental, la oficina de arquitectos que acaba de ganar un León de Plata en la Bienal de Arquitectura de Venecia por la calidad de sus viviendas sociales. Para algunos de los 600 vecinos el cambio ha sido impactante: desde el esfuerzo por pagar cuentas de luz y de agua (antes no pagaban: estaban colgados o no tenían grifos) hasta tener vidrios en lugar de plástico en las ventanas es un privilegio extraño. En el condominio (esa palabra usaron los vecinos para bautizar la población), además, hay una biblioteca comunitaria donada por el gobierno de La Rioja, España; un salón dental que aún espera dentistas voluntarios para habilitarse; un jardín infantil de Integra y, en el patio común, una escultura de piedra donada por el artista Federico Assler.

Todo reluce en la casa de Cecilia. Ella no trajo nada de su mediagua del campamento. Ni una olla vieja: quería una vida desde cero, con todo nuevo. Tampoco ha regresado para saber cómo están las cosas allá en el cerro, simplemente abandonó el pasado y cerró la puerta para abrir otra: ésta.

–Pasen a mi casa. La tengo como siempre quise: sencilla y hogareña. No compro nada en multitiendas. Me cargan. Compro en la feria o lo hago yo con mis propias manos. Para la Navidad regalo velas. No compro, reciclo.

Anoche cortó el colchón que una vecina iba a botar e hizo cojines para sus sillones.

Desde el techo de su vivienda blanca se asoma una potente antena de televisión satelital.

–La televisión abierta no está permitida en esta casa, la encuentro chula– advierte sintonizando los dibujos animados de Cartoon Network para que los vea su hija.

–Cecilia, ¿por qué una mujer empeñosa como tú no tuvo antes una casa buena?

–Porque no era mi momento. Quizás hace ocho años no le hubiera puesto ni cortinas. Con tres hijos no me daba para ahorrar. Además yo andaba de hippie por la vida, me podría haber puesto a conversar con la presidenta de Chile en pijama. Ahora me arreglo (anda de chaqueta de cuero gris, pañuelo amarillo), me pinto (ojos delineados de negro, sombra marrón), porque esto es un trabajo. Soy el espejo de todas las mujeres que viven en campamentos. En la Corporación les pedimos que no anden chasconas, que se arreglen, ¡que se pinten! Ahora cuesta ver a la típica vieja de población guatona y mal agestada, porque lo que más hacemos es subirles la autoestima, decirles lo valiosas, lo valientes, lo atractivas e inteligentes que son. Se lo decimos cada cinco minutos. Porque es cierto. Y porque la autoestima es un derecho.

Cecilia sostiene en sus manos unos apuntes de sociología y leyes que Ana Sandoval –la asistente social que es parte de la directiva de la Corporación– le recomendó como lectura de cabecera. Los imprimió en la sede de Un Techo para Chile, donde el padre Felipe Berríos tiene su oficina. Cecilia considera al cura un gran amigo. Y él la encuentra femenina y brillante. "Tan fina", dice. Y enseguida se pregunta:

–¿Cómo sería Cecilia si hubiera tenido la mitad de la preparación que he tenido yo? ¿Dónde estaría? Yo, que he dormido calentito toda mi vida y he tenido profesores particulares toda mi vida; ¿dónde estaría ella con eso mismo?

En casa de Olvia

Cecilia hoy está en el aeropuerto de Santiago. Viajará con un equipo de la Corporación para apoyar psicológicamente al Campamento Vista al Valle, de Copiapó, encumbrado en un cerro, en pleno desierto, y al que tramitan desde hace años para la obtención de sitios urbanizados. Olvia Maya es la dirigenta nortina de aire maternal, como gallina con sus pollos, que mueve al grupo de pobladores, una señora de 58 años que camina varias horas al día, subiendo y bajando cerros con agilidad, para apurar los trámites de sus vecinos. Este campamento es uno más entre los muchos que se desparraman a lo largo del país.

–Que hayan tantos me da impotencia– dice.

Según las estadísticas de Un Techo Para Chile, en los 533 campamentos del país viven 28.500 familias. La directiva de También Somos Chilenos, conformada por otras cuatro mujeres recias (una rubia, una colorina, una morena y Cecilia, una trigueña con visos), mueve los hilos para organizar a todos los pobladores de Chile a través de sus dirigentes, a quienes manda a un taller de planificación de proyectos comunitarios en el Infocap y un diplomado en medios, política y sociedad, en la Universidad Alberto Hurtado. Una vez al año organiza una gran asamblea nacional donde todos alzan la voz.

–Con cafecito y cosas ricas, en salas de universidades y salones–describe Cecilia en el avión.

–¿Qué es lo que más te gusta hacer en estas visitas?

–Escuchar– dice Cecilia mirando a los ojos.

–Y cuando habla deja calladito a cualquiera– matiza Ana Duque, dirigenta del campamento de San José de Maipo y parte de la directiva de la Corporación.

Cecilia asiste a un promedio de tres reuniones diarias. A todas va en micro, metro o colectivo. O en avión, cuando hay que optimizar el tiempo.

Esta vez se subió a uno que escogió según la comida y los servicios que daba.

–En algunos aviones son muy apretados– acusa. Y a mí la gente apretada me da pena.

Aterriza. Toma un colectivo para llegar a tiempo a la asamblea.

La esperan cincuenta pobladores del campamento Vista al Valle y un par de autoridades en una capilla de madera, con la imagen de la virgen en un póster. La presidenta de la junta de vecinos, Olvia Maya, le da la palabra. Cecilia habla fuerte y claro.

–Hay que apoyar a Olvia, que ya está cansada. Se levanta a las cinco de la mañana para ir a catetear a las oficinas. Y ya tiene todos los papeles en orden para que de una vez por todas le den a cada uno de ustedes la casa que se merece– parte Cecilia, y termina lueguito para darle la palabra al resto.

Los pobladores tienen cara de agobiados. Cara de que no aguantarán una reunión más. Terminada la asamblea, aplauden.

Olvia invita a Cecilia y a las autoridades a almorzar a su casa. Allí tiene la mesa dispuesta como para una ocasión muy especial. Olvia sirve un cuarto de pollo a cada comensal y una encopetada taza de arroz por plato. Abundan las ensaladas: de lechuga, rusa, y de tomate con cebolla y cilantro. Hay dos botellas de bebidas, vino y agua mineral. Terminado el menú, la dueña de casa abre dos latas grandes de duraznos en mitades y los sirve bañados con crema. Cecilia habla con el Seremi de Vivienda y le pregunta: "¿Vio lo que hizo Olvia?"

En agosto, Olvia, cansada de golpear puertas, interrumpió en un acto en la zona al que estaba invitada la Presidenta Bachelet.

–Oiga Presidenta, a mí me dicen la top ten porque parezco pelota de aquí para allá– le gritó.

Todos se ríen en la mesa al evocar la anécdota. Olvia aclara delante de todos que lo planeó esa misma mañana, desde que salió de su casa, porque está agotada de vivir desde hace 20 años en un campamento y de haber pasado 15 de ellos organizando a su gente para todavía no llegar nada.

–A uno le da vergüenza ya–, reclama Olvia.

–No le dé vergüenza, usted tiene derecho–le dice Cecilia, comiendo postre, olvidándose de la dieta que sigue en su casa– Usted lleva el servicio público en la sangre, no como algunos rechonchos funcionarios de gobierno– remata muy suelta de cuerpo, con el Seremi al frente.

¿No se cansa?

En el segundo día de su visita a Copiapó, Cecilia y otras dirigentes toman desayuno en la sede de Un Techo para Chile en la ciudad, con pan, queso, jamón, galletas y café con azúcar antes de partir a otro campamento.

En la nueva reunión, una mujer le pregunta, en tono de confesión: "Oiga Cecilia ¿cómo lo hace para andar de reunión en reunión? ¿No se cansa? ¿Y su marido no le dice nada?

–No me canso, porque este trabajo me alimenta el corazón. Y el hombre que tengo (Jacob Martínez) me lo saqué en el Kino… Él me mantiene y trabaja duro en el camión (y en la casa, maestreando) mientras yo hago beneficencia -se ríe-. Lo pactamos así, antes de casarnos. Yo estaba cansada de trabajar por ahí. Lo mío era esto: trabajar por mis vecinos, por la gente humilde. Él no protesta. No sé si me apoya, pero al menos me deja libre.

Al día siguiente, de vuelta a Santiago, su vecina Ana Lamilla le avisa, montada en un scooter, el horario de una reunión. Ana es como su agenda personal sobre ruedas.

–Cecilia, en dos minutos parte la comisión de salud– le anuncia.Y brum, desaparece entre las casas blancas.

–Ya voy, ya voy. Así me lo paso, corriendo– sonríe Cecilia con su dentadura parchada de oro.

–¿No te enfermas con tanto ajetreo?

–Nunca, pero cuando veo que voy a colapsar, bajo la cortina durante dos días: apago el teléfono, no hablo con nadie y santo remedio. Después, vuelvo. Mis vecinos son mi vitamina.

–¿Hay vecinos que no te quieren, Cecilia?

–Puede que sí. Antes sufría si alguien no estaba de acuerdo conmigo, pero, ¿cómo caerle bien a todos? Ahora me da lo mismo. Dirán que soy fea y guatona o que soy pesada y cara de palo, pero nadie puede decir que no he trabajado por todos y no he pensado en todos antes que en mí. Por andar en esto me he perdido varias cosas.

–¿Cuáles?

–Un trabajo, disfrutar más mi familia y mi casa. Pero me conformo pensando en que el bienestar general reemplazará a los campamentos. Me gusta pensar que estamos haciendo historia y que este amor por la gente finalmente se traducirá en un ejemplo para muchos.

–¿Con qué sueñas?

–Con que el 2010 ya no haya campamentos. Que todos tengamos acceso a una educación decente.

–¿Qué te hubiera gustado estudiar?

–Medicina.

–¿Te sientes pobre a veces?

–Nunca. Los ricos dicen que somos pobres y nosotros terminamos creyéndonos eso.

–¿Te provocan rabia los ricos?

–No, también deseo que ellos tengan su casa en La Dehesa.

–¿A la gente de tu condominio le da rabia la injusticia social?

–Sí, pero se la comen. Yo les enseño que no lo hagan, que exijan lo que les corresponde. Los gobiernos trabajan para nosotros, ellos son nuestros empleados y tienen que darnos lo mejor de sus energías. Te voy a contar una cosa que sí me dio rabia. O pena. Una vez fui a una fiesta muy elegante y, al despedirme, la persona que me invitó me dijo: "Sobraron unos canapés, ¿quieres llevárselos a tu gente del campamento?". Y yo, amargamente, le respondí: "Mi gente no sabe comer canapés". Los pobres no somos extraterrestres ni tenemos tres patas. Somos chilenos como todos, somos objeto de derecho porque nacimos aquí, en esta tierra, bajo este cielo, al lado de esta cordillera. No nos merecemos las sobras. Además, con un canapé quedamos con hambre.

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